
Un paseo. Desde el Barrio Norte a la Bajadilla. Desde los bloques ocres hasta el azul de la mar. Sin prisa, poco a poco. Relajado.
Allá a lo lejos en el pequeño jardín comunitario sobrevive una rosa. Cercada por ladrillos que buscan el cielo sin lograrlo y por la serpiente negra de asfalto que le amenaza. El silencio a esta hora temprana de la mañana es insultante.
No quiero bajar por la calle que llamo del infierno. Desde que talaron los árboles siento tristeza y melancolía. Ya, a esta hora de la mañana, tras desgarrar las nubes, el sol pica como si fuese una chinche desesperada.
Bajo por el Arroyo de la Represa. La sombra es un placer divino. Escondidos en su nido entre las acacias tres gargantas de picos rosados claman a las nubes. No les escuchan. Sus padres sí, mientras buscan desesperados las migajas bajo las mesas del restaurante vacío o algún gusano perdido.
En las pistas de patinaje al norte y al principio de la avenida, dos adolescentes, móvil en ristre, discuten, ríen y juegan. El instituto aún está cerrado. En una esquina los abuelos, al calor de la recacha, cotillean. Han librado sus batallas contra los recuerdos y las nostalgias. Al lado, un grupo, palo en mano, golpean en armonía la brisa que apenas mueve las hojas. Hacen “taichi” cada mañana. Es una orquesta silenciosa de suaves movimientos a la que responden los mirlos que les observan asombrados.
Deslizo la mirada hacia el rebalaje desde la baranda borracha que se inclina hacia abajo sobre un pavimento atormentado y peligroso. Las losetas levantadas son una trampa para los paseantes despistados. Allá, al fondo, apoyada la frente en el tronco del ficus centenario el abuelo aprovecha la mañana y cuenta: un, dos, tres… La sonrisa del nieto inunda el parque. Mira alrededor buscando un escondite; al final se esconde tras la jacaranda.
Tres basureros con sus alientos metálicos soplan las hojas caídas en la tierra, las recogen mientras ellas protestan. Son un abono natural para la grama. Estos humanos, se dicen, no saben lo que quieren.
Delante de mí, el carro vuela sobre la acera. La abuela anda y apenas logra tocar sus alas. Donde irá, se dice este caminante solitario, con tanta prisa y tan temprano. Parece cargada de la energía de la noche y se siente joven. Se hace el camino todos los días y solo le esperan las amigas en el banco de madera.
En la laguna verde oliva una tortuga descansa sobre las algas que cubren la negra piedra. El niño se ha olvidado de su abuelo y la llama más con su mirada que con sus medias palabras. Ni se mueve. Ven, grita y agita su bolsa de patatas fritas. No podrá resistirse, piensa, él no podría.
Agarrado a la barra metálica bajo la escalera con los ojos clavados en el suelo. Toda ella tiembla. Los escalones se mueven y le esperan. Con cuidado, se dice, la sorpresa puede estar en cualquier peldaño.
Hoy no quiero hablar de este museo de bonsáis convertido en biblioteca.
Al otro lado la solitaria palmera eleva su cuerpo sobre la azotea. Sus ramas son palmas de medusa que miran a la mar con nostalgia, mientras su tronco baila salsa con la brisa. Sus recuerdos edifican el puente de Málaga en su mirada. Los animales abrevaban en mi reino del olvido.
Un perro perdido y asustado corre, pero no ladra por la Barbacana. A ambos lados máquinas desatadas cruzan sin parar. Huele los pies perdidos sin mirar a las caras. No encuentra su amor. Mejor, se dice, lo espero bajo el banco donde sé que se sienta a descansar sus años.
El paseante tempranero ha dejado el puente de Málaga y subido las escaleras hasta el centro del Castillo. Por lo visto la vorágine inmobiliaria lo amenaza. No quiero pensar en eso tampoco. La vida bulle y me da un soplo de alegría. Dejo el barrio para otro día.
La mañana despierta. Durante las vacaciones de la semana blanca la calle parece muerta. Recuerda los días de clase. Se sentía como gallina clueca rodeado de polluelos. Las coletas de un lado al otro, las caderas se movían al compás. Las madres de ojos fijos y desafiantes arrastraban a sus hijos de cara de manzana de primavera que se aguantaban hasta que podían. Sabían la batalla perdida, pero resistían. En la puerta del “cole” los madrugadores saltaban sobre la acera, la falda bailaba mientras cantaba los números no escritos. No tenían tizas ni les hacía falta. Así no podremos jugar a la rayuela le decía a la amiga, el sol avanzaba y las sombras se movían. Así siempre me gana. Los viejos y carcomidos muros del castillo las contemplaban con media sonrisa.
El Centro le invita, sus calles están por ponerse y huelen a jazmín y geranio.
La mar puede esperar.
Rafael García Conde. Ex-concejal
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