(Un relato de viajes)
“No pido a la vida nada sino que se deje mirar”. Esta sencilla reflexión personal la hizo Cesare Pavese en uno se sus adictivos relatos. Yo solo pediría que fuera el mar quien se deje mirar.
Porque es sorprendente comprobar como algo tan visto e ignorado como la orilla pueda resumir aspectos tan sutiles de nuestra vida; por un lado el rugido de las olas de Poniente ahoga todo el ruido de ese mundo que queremos olvidar, y a la vez el continuo vaivén de nuestra memoria mimetiza el movimiento rítmico del mar.
Nos sentamos en cualquier playa, dando la espalda a una vida que a veces es inexplicable, frustrados por esa manía tan humana de querer analizar y encontrar una explicación a todo, y de repente se esfuma el mundo. Intuimos, incluso vemos, recuerdos que parecen flotar en esa zona alejada del litoral, una zona que solo alcanzaríamos si hubiera un barco a mano, pero ese barco resulta no estar nunca cuando lo necesitamos, de modo que nuestro pasado queda al albur de las corrientes, de los vientos y de las olas para volver a su origen, nosotros.
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