Islas de Nadie
Habrá días de mar en calma, estoy seguro de que los hay. Incluso el oscuro Mar del Norte tiene días luminosos y de una latitud extraña. Tendrá días en que parezca un mar completo, donde aparezcan barcos, que a diario son invisibles, surcando el fondo del horizonte. Incluso es posible que haya un día en la vida, un día único y brillante, en el que se pueda contemplar toda la existencia, todas las personas y paisajes, todas las aves, objetos y marejadas remotas. Y ese día incluso se podrán divisar las lejanas montañas de Escocia, y hasta la costa de Noruega, con sus acantilados, bosques oscuros y las bocas de los fiordos. Y ese día de transparencia absoluta se podrán ver las islas del Norte, esas que no pertenecen a nadie todavía.
La frontera con Escocia queda a pocos kilómetros, es el mismo país y es otro país. Las colinas de un verde grisáceo son las mismas, las amplias playas desiertas son compartidas. Los castillos a pie de mar se reparten como caídos del cielo sin distinción de banderas. Los mismos pueblos de piedra clara y pizarra, muros de roca húmeda que dividen fincas y helechos que nacen en sus grietas. Conversaciones, vidas silenciosas y pendientes de todo lo que respire, parezca volar o moverse, o dar los buenos días.
Mick pinta el Mar del Norte cada mañana, incluso los días de calma. Su casa es la última de la calle que baja hacia el puerto, y desde su jardín trasero se accede a las dunas. Empezó a pintar el Mar del Norte hace años. El día que no se pudo mover más entendió que tenía que pintar el mar. Su vieja bicicleta roja, un cacharro oxidado, permanece en el fondo del garaje desde el día en que empezó a pintar. No tuvo valor para venderla.
Cuando no llueve su mujer le empuja la silla de ruedas por el jardín hasta situarlo justo debajo del manzano, desde donde aparece el mar amenazando con su enormidad, desde donde se oye el rugido del oleaje y el arrastre de piedras después de golpear violentamente la orilla. Esos días le llega el lejano rumor de la música desde de la casa. Los días de lluvia pinta desde el interior, se sitúa junto a la cristalera del comedor, la música ahora le envuelve, resuena y recorre cada rincón de la casa. Pinta con un café oscuro y caliente junto al caballete. El mar siempre ahí.
Mick quedó paralítico de cintura para abajo hace unos años, tuvo un desafortunado accidente cuando circulaba con su bicicleta por una carretera secundaria de Suiza con unos amigos, era profesor de deporte. La bicicleta era parte de su vida. Cuando dejó el hospital la cambió por una silla de ruedas.
Hacía unos meses que no nos veíamos. Anoche, cenando con nuestras mujeres en un restaurante alternativo del casco antiguo de Málaga le pregunté cómo estaba. “Disfruto enormemente de la vida”, creo que dijo. No le entendí bien por el ruido del local y su fuerte acento norteño, “soy muy feliz, disfruto mucho de todo”, aclaró. Reíamos y charlábamos las dos parejas, de arte, de viajes, de la cultura de los dos países. El restaurante estaba oscuro y animado, no había mesas libres. Mick es buen conversador, cuenta anécdotas de su pueblo, de la tienda de arte y antigüedades que lleva su mujer, está enamorado de Málaga. Vende los cuadros, las ventas van a más. Su hijo Sam vive en Londres, tan al sur.
Viene a recorrer una Málaga sin límites: le parece un territorio llano, libre, amistoso. Se sientan durante horas en los jardines del Muelle Dos, detrás de la gran pérgola. Les da el sol y contemplan extasiados el mar quieto del puerto, los grandes cruceros atracados en la estación marítima del dique de levante. Las familias pasan tomando helados, gritando, los ciclistas sortean el gentío como pueden. Vienen dos veces al año para empaparse de Mediterráneo. Me dice que aquí se siente como en su casa. Son casi las doce de la noche, las calles cercanas se empiezan a vaciar, las fachadas de los edificios se esconden tras la luz de las farolas, brillan los forjados de los balcones, y el levante nocturno entra humedeciendo cualquier pensamiento que se cruce.
Es cierto, pienso mientras caminamos los cuatro en silencio, esta es una ciudad fácil, libre y amigable. Un territorio que limpian a diario los dos vientos, que sobrevuelan desde primera hora de la mañana tanto turistas aborregados como locales gesticulantes, un territorio que después de todo queda intacto. Ciudad extraña esta, las aves se chulean arrastrando las patas por la piedras lisas de las calles peatonales, el gentío sobrevuela el laberinto de emociones, propias y ajenas, sin un destino confesado, las grúas del puerto quieren saber más y alargan el cuello para divisar el mundo que queda del otro lado de los diques.
Desanclamos nuestras bicicletas en la plaza desierta, nos despedimos. Ellos desaparecen en silencio por un portal frente a un fantasmal mercado de Atarazanas, nosotros pedaleamos buscando el río y luego, donde este desemboca, el carril bici junto al mar. En otoño iremos a su Mar del Norte, a ver esas pinturas, conoceremos la tienda de arte, el pueblo de piedra blanca, subiremos a las ruinas del castillo. Me detendré bajo el manzano, puede que se vea Escocia, la costa Noruega, e incluso, quién sabe… las Islas de Nadie.
© José María Sánchez Alfonso
Muchísimas gracias Antonio por tu comentario, ya me conoces y sabes que yo disfruto escribiendo. Es algo que me produce una sensación de fluir y de felicidad. Pero si, además, lo que escribo provoca en el lector el entusiasmo que me cuentas, pues me produce cierto rubor (y alegría) Un abrazo, amigo.
By: José MariaAmigo José María, se perfectamente que cuando impregnas de letras un papel vacío o la blanca pantalla del ordenador buscas las mejores palabras, lo mejor de tu interior y tus pensamientos. A partir de ese momento eres prisionero de la critica y también un ser esperanzado de tener un reconocimiento a tu obra. Yo después de leer este maravilloso relato quiero ser un impulso en el camino y un aliento necesario que te motiva a seguir escribiendo frases evocadoras de unas tierras del norte. Enhorabuena amigo.
By: Antonio Figueredo.