De bicicletas y más
“No se puede comprar la felicidad, pero se puede comprar una bicicleta y eso está muy cerca”
Son las 8’20 de la tarde y acabo de bajarme de la bici. Dicen los que montan en bicicleta que debe ser lo mas parecido a la felicidad, yo lo pienso también. Y no sabríamos explicarlo, no sabemos en qué consiste la maldita felicidad, si alguien tiene una idea por favor que me lo cuente. Y si monta en bicicleta que me explique de paso cómo se arregla el cambio de marchas sin ir al taller. Yo intento ser feliz, pero no se queda la quinta, patina, pasa a la cuarta y ahí la sensación no es tan intensa.
Justo cuando la voy a alcanzar siempre surge el imprevisto. Son los imprevistos, ese patinador que se te cruza por el carril bici, el charco provocado por los aspersores de los jardines, una valla que apenas se sostiene y te dice “trabajamos para hacer una ciudad sostenible, circule por la acera”, y muchos más, la lista de imprevistos en la vida es interminable, y todos parecen pensados por alguien, probablemente de Granada, para que nunca seas plenamente feliz.
Felicidad. La buscas, la atisbas, la tienes en la punta de la lengua, ya la saboreas…y cuando la vas a atrapar surge el inconveniente. Así es montar en bicicleta. Pero al menos no contamina. La felicidad es pura, no emite malos rollos ni ruidos desagradables, Nadie ha llegado ahí que yo sepa, pero los que se han acercado (y confieso que yo he estado bien cerca) cuentan que es como tener un orgasmo simple y sin ceremonia previa; limpio, explosivo y sin efectos secundarios, salvo el de querer más. Tras pedalear 30 kilómetros frenas exhausto, te bajas de la bici, te sientas a su lado, la abrazas… y sientes como te sube.
Acabo de conectar Spotify, no puedo escribir sin Spotify, y suena Albin de la Simone. Es su álbum L’un de Nous. Subo el volumen. Es engañosamente embriagadora, al contrario que la honestidad y transparencia del jazz nórdico, la música pop francesa tiene eso, que te hace sentir como si estuvieras viendo una película en blanco y negro: una mujer chic francesa, delgada, el pelo corto, los labios pintados, gabardina de diseño negra, pedaleando sin esfuerzo por un bulevar adoquinado. Va sonriendo, la vida es maravillosa (¿o acaso no lo es?). Pero cuidado: una sonrisa parisina es como una inglesa, o mejor: una holandesa; no sabes si sonríen de verdad o si están pensando en tus muertos. El piano en Dans la Tête ya se hace irresistible y acompasa el pedaleo imaginario por la Rue du Cherche-Midi, la gabardina despliega las alas con el viento, llovizna en París, los labios pintados se abren, y brilla una boca como una luna naciente. La felicidad existe, ¿pero cómo se explica?
Son las 8,45 de la tarde cuando escribo este párrafo. Fabiola me cogió del brazo y discretamente me sacó a la calle huyendo del ruido de la famosa fiesta del quinto aniversario. Estábamos los dos algo bebidos, en voz baja me confesó que no sabía como explicarle a la gente, ¿explicarle que Fabiola?, que cada mañana cuando se levanta se hace un café y sale a la terraza, a ver el sol salir al fondo del mar, con la ciudad y sus jardines desplegados ahí abajo, un Hollywood mediterráneo, y que en ese momento podría ser la persona más feliz del mundo… ¿es eso la felicidad? pues sí. A mi, ahora mismo, se me está poniendo el sol ahí delante, los montes que rodean la ciudad se están cubriendo de una tenue luz dorada, igual que las torres blancas al otro lado del parque. Las últimas gaviotas pasan en formación silenciosa hacia a algún lugar desconocido por el este. Y sigue sonando esta bendita música francesa que lo acaba cubriendo todo (iba a decir impregnando, pero esta palabra no es del lenguaje de Términos y Condiciones), me siento falsamente feliz.
La gente a veces me pregunta por qué demonios monto tanto en bicicleta, que manía de bici José María, y yo les digo que monto en bici porque sí. Porque sí, repito. Monto en bici por montar en bici. No sé si queda claro. Podría decir que “porque me hace feliz”, pero no es plan de ir por ahí diciendo que eres feliz, no cuela, no queda bien, quedas como un infeliz, un bobo que sonríe a todo, como la chica parisina de la gabardina negra y labios pintados (vale, ya de rojo), como aquella amiga que se toma el café contemplando el amanecer en el horizonte de su mirada.
Tengo que terminar este escrito porque ya está la cena y porque empieza a sonar Moi Moi, la quintaesencia de la canción francesa, envolvente, engañosamente romántica, vida irresistible e ilusoria a la vez, maldita sea.
Y sí, hay instrucciones para llegar a la felicidad. Si alguien se lee este post, que lo dudo, que deje un breve comentario y prometo que le mandaré el manual.
© José María Sánchez Alfonso
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