Este año nos vamos de vacaciones al reloj de arena. Papá dice que el presupuesto no da para más y mamá murmura por lo bajo, mientras fríe los filetes empanados y prepara la nevera azul.
A mi hermano Guille ya no le sirven las chanclas del año pasado, por lo que mamá le ha fabricado unas con el envoltorio de los huevos. Y como ha escuchado que el protector solar caduca de un año a otro, ha cambiado con rotu permanente la fecha que aparecía en los dos botes que teníamos por la mitad.
Después de todo, el sol no será tan fuerte dentro del reloj, ha razonado. Algo con lo que papá no ha estado de acuerdo. Que ya verá el calor que hace ahí dentro por el efecto invernadero que generará el cristal. Porque eso sí, nuestro reloj de arena no es de plástico. Es de cristal del bueno, al menos eso decía siempre su abuelo que fue quien se lo dejó en herencia a papá.
A mí me toca reciclar el bañador de Leo, a Leo el de Guille y a Guille uno de cuando papá era flaco. La abuela trajo una sandía que el abuelo compró en la carretera. Está caliente, pero mamá la ha metido en la bañera para que se refresque mientras cotillea con la abuela en la cocina. Que si la suegra de no sé quién está en una playa paradisíaca del Caribe, que si los del cuarto se han ido a Marbella, que si su mejor amiga ha publicado una foto en la piscina del poli, que si hasta el conserje se ha pasado una semana en el pueblo…
Nosotros no tenemos pueblo, o por lo menos nadie sabe dónde queda, tampoco coche para irnos a Marbella, ni polideportivo con piscina, menos aún dinero para viajar al Caribe. Pero sí tenemos paraíso propio en el reloj de arena, remata papá entrando a la cocina triunfal con una bolsa del Día bien atada y llena de aire. Será nuestra pelota inflable.
Está todo preparado: las sombrillas hechas de paraguas rotos, las esterillas con los felpudos que papá distrajo en todo el bloque, las sillas plegables que fabricó con la cesta de la colada, las toallas coloridas que la abuela confeccionó con los paños de cocina viejos y hasta un par de palmeras que los niños dibujamos en cartulina con sus cocos y todo, las plantaremos en una duna no muy cerca de la orilla para que no se nos mojen y se destiñan.
Se respira la expectativa de un día largamente esperado. Los niños estamos alborotados, las mujeres locuaces y los hombres inusualmente amables entre ellos.
Papá y el abuelo sacan el reloj al patio. Lo depositan en la mesa de metal cubierta de decenas de capas de pintura blanca. Entre todos acarreamos los bártulos y los acomodamos en torno a la mesa. Luego, los mayores se sientan en las sillas cubiertas con almohadones plastificados y los niños sobre las faldas de las mujeres o como indios en el suelo.
Papá dice que para poder entrar tenemos que darnos las manos. Una cadena circular de brazos enlazados rodea la mesa, los enseres y el reloj.
Cerramos los ojos. Papá insiste en que todos tenemos que imaginar a la vez, y con mucha fuerza, que ya estamos en la playa, que ya estamos disfrutando de nuestro paraíso. Yo lo hago con todas las ganas. Me parece que ya empiezo a escuchar el sonido del mar y el graznido de las gaviotas. Hasta pareciera que se percibe el grito de un vendedor ambulante ofreciendo refrescos. ¡Vamos, vamos! Estamos a punto de conseguirlo. Me siento flotar, deslizarme por un tubo y caer de culo sobre la arena tibia del fondo del reloj. Hasta que papá no lo ordene no podemos abrir los ojos.
Y cuando lo hace, lo primero que veo es la mano de mamá echándome protector solar. Gritamos de alegría, nos abrazamos triunfales y hasta el abuelo ensaya una carrerita hasta la orilla.
Plantamos orgullosos nuestras palmeras y el paraíso está completo. Convenzo a Leo para que me ayude a armar un castillo de arena. Pero la alegría no dura mucho. Cuando estamos excavando el foso de los cocodrilos, el suelo empieza a temblar, se mueve, se sacude. Nos desplomamos sin remedio hacia el cielo y todo empieza a caer sobre nuestras cabezas: sombrillas, nevera, sandía, palmeras, esterillas y filetes empanados. Mamá grita nuestros nombres y papá, puño en alto maldice al tío Joaquín, que, como siempre ha llegado tarde, y de pie en medio del patio, con los brazos en jarra, acaba de depositar el reloj invertido sobre la mesa de metal pintada de blanco. Y extasiado nos observa traspasar uno a uno, entre arena y enseres, el diminuto tubo de cristal hacia el compartimento vacío.
Relato premiado con el tercer premio en la XI edición del concurso de Relatos Marbella Activa.
Patricia Collazo González nació en Argentina y reside en Madrid desde 2002. Profesionalmente se dedica a la informática, sin embargo, es escritora desde que recuerda.
Ganadora de varios premios literarios en distintos géneros, que incluyen el relato y el microrrelato, ha publicado en diversas antologías y también su propio libro de cuentos Intermediarios Abstenerse (Buenos Aires, 1997). Ganó el segundo premio de la IX edición del concurso de relatos Marbella Activa con el relato Las croquetas de la tía.
En 2019 la editorial Platero Coolbooks publica su libro de relatos Sinestesia General, una colección poco caprichosa de microrrelatos que se articulan alrededor de su visión caprichosa del mundo.
Actualmente sigue poniendo más y más letras en pie desde su página laletradepie.com.
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