Enrique Rey, autor del relato y tercer premiado en esta séptima edición de nuestro concurso de relatos, nació en Madrid en 1992 y ha vivido demediado casi todos sus inviernos. Mientras una de sus mitades estudiaba ingeniería naval, la otra paseaba con Walter Benjamin. Mientras la primera se ocupaba de la mecánica de fluidos, la segunda estaba midiendo versos o montando un fanzine. Después, cada verano, el viento se llevaba las ecuaciones y las palabras y pasaba tres meses recorriendo el Mar Menor a bordo de un pequeño velero: entonces las mitades se reconciliaban y tenían que ponerse de acuerdo para cada virada.
Ha sido finalista en el Premio de Relato Las Dalias y tercer premio en el Certamen de la Fundación Fometo Hispania. Actualmente vive en Murcia, trabaja en la Escuela de Vela Socaire, escribe sobre música en El Confidencial, sobre navegación en Revista Salvaje y colabora de tanto en tanto con medios como EL MUNDO, Vice o CTXT.
Morto no mare
La primera vez que la Ramona se dirigió a mí fue para decirme que tenía ciento veinte años más que yo, que cada noche dormía dentro de una caja de cerillas y que no le tuviera miedo porque ella sabía que a pesar de todo yo era bueno.
La Ramona era muy vieja y muy pequeña,pero todos le mostraban un respeto enorme. Los demás niños sólo se acercaban a ella en pandilla, planeaban hacerle burlas, pero cuando la tenían delante ella los miraba como sabiendo lo que se proponían y enseguida le daban los buenos días y se marchaban corriendo a molestar a otro. Se sabía que la Ramona, por las noches, podía ver lo que soñábamos y por eso la gente la trataba casi como a mi padre, aunque no estaba claro que pudiera escuchar lo que los demás pensaban.
Mi padre nos había llevado al pueblo de pequeños, cuando ganó su plaza en el hospital más cercano. Mandó construir la mejor casa de la zona, aunque había que entrar para notarlo, desde fuera sólo se veía una casa algo más grande que las demás, como de armador con dos o tres barcos. Él se había criado allí y había sido el primero de la zona que no se había dedicado a la mar, que pudo y supo aprovechar las becas hasta que se licenció y gracias a eso todos le llamaban “doctor”.
En nuestro barrio, desde el que se dominaba toda la bahía, un “doctor” era algo nuevo y por eso nuestra casa siempre estaba llena de gente por las tardes. Algunos venían a curiosear, a comprobar si era cierto que mi padre había vuelto, que no se había perdido en las tabernas de la capital. También llegaban viejos amigos que acudían después de que la máquina de traíña les hubiera arrancado una mano y le preguntaban cómo hacer que el muñón cicatrizara cuanto antes para volver a faenar, losque se quemaban con las calderas de la sala de máquinas; cuando alguien sufría de algo raro en la piel, papá desplegaba un biombo en medio de nuestro salón. A todos les decía lo mismo: aplícate esto, acude al hospital, reposa, no vayas a la Ramona. Y todos le respondían cosas parecidas: “pero cómo voy a reposar en plena campaña, pero cuánto cuesta el remedio, ¿y si la Ramona me prepara unas hierbas?”
Cada dos o tres meses sucedía un naufragio y esos eran los días más tristes. La inquietud se empezaba a notar desde antes de que llegaran las noticias o faltara algún barco. Teníamos una columna en la plaza y la gente dejaba flores en la base. En la piedra oscura figuraban las palabras “Morto no mare” y periódicamente un funcionario venía a grabar más nombres en la lista que ocupaba ya dos de las cuatro caras del monumento. Las mujeres del pueblo, cuando sus maridos estaban embarcados, antes de hacer los recados, acudían a revisar la columna. A veces se empezaban a escuchar llantos y gritos de pena y todas se juntaban y se dirigían por decenas a la casa de la Ramona. La Ramona siempre les decía lo mismo: sí, yo hice las tres (o dos, o cinco) marcas allí donde estarán los nombres de vuestros maridos. No, no os puedo decir quiénes, ya lo he olvidado, no sé escribir.
Entonces el fatalismo se apoderaba del pueblo. Las mujeres lloraban por las calles y se reunían por las noches a fabular, a buscar signos y augurios e interpretarlos de las maneras más retorcidas: “ay, mi Julián, que ha salido sin su navaja”. Durante unos días, mamá nos prohibía salir a la calle, y eso que el peligro presentido venía de la mar y ya teníamos prohibido acercarnos a la playa. Los hombres que no estaban navegando redoblaban sus ganas de emborracharse y se preparaba un retén de varios marineros expertos para tripular, en caso de que fuera necesario, el precario bote de salvamento.
Papá se burlaba de todas estas aprensiones: “poco se arriesga la Ramona en sus adivinaciones… mirad cómo nunca le ha dicho a nadie que va a salir de pobre”. Pero yo notaba que también se ponía nervioso, que limpiaba y ordenaba cada noche sus instrumentos para tenerlos listos en cualquier momento.
En ocasiones era enseguida: un pesquero volvía a puerto antes de tiempo sin su gemelo y, como lo habíamos visto llegar desde lo alto, como más o menos todos estábamos enterados de las fechas que manejaba cada barco, corríamos hacia el puerto, donde se reunía una pequeña multitud. Los capitanes, que se habían criado escuchando relatos parecidos de sus padres y abuelos, ya sabían cómo narrar a gritos, encaramados a algún mástil, lo que había sucedido: una niebla densa, una galerna imprevisible (siempre lo son), un tronco que flota y provoca una vía de agua rápida e irreparable… En el mejor de los casos habían logrado recuperar algún cuerpo, pero lo habitual era que solo pudieran ofrecer la lista de desaparecidos.
Otras veces la espera se alargaba. El mal presagio se iba diluyendo, las mujeres volvían a sus quehaceres, fingían haberse olvidado de la columna y sus marcas. Pero siempre terminaba por cumplirse: la flota había decidido que era más peligroso regresar que seguir con la campaña, o no había naufragado ninguna nave, pero faltaban dos marineros. Era habitual, al recoger las redes que alguien se cayera al agua y, con tanto estruendo, nadie lo echara en falta en cubierta.
Así iban pasando los años mientras yo seguía sin poder acercarme a la playa como los demás niños. Ellos disponían incluso de pequeñas barcas construidas a partir de las maderas medio podridas que sobraban de las embarcaciones mayores y jugaban a imitar a sus padres y a sus tíos cerca de la orilla. Mi madre me intentaba consolar diciendo que ese no era mi mundo. Que yo sería médico, como mi padre, o abogado, o ingeniero. Yo me preguntaba entonces qué hacía allí. Para qué teníamos la mar tan cerca si apenas me dejaban tocarla, si les asustaba tanto.
Algunas tardes, en secreto, me acercaba a los acantilados y miraba hacia el horizonte, me imaginaba a bordo de unos de esos lejanos cargueros ingleses, tan distintos de nuestros barcos endebles. Me parecía que mi madre exageraba, que mi padre era un cobarde. Es verdad que hombres más fuertes que él lo admiraban porque había estudiado, vestía ropas elegantes y sabía mucho del cuerpo humano y sus secretos, pero, en realidad, había olvidado todas las cosas que a mí me interesaban: cómo se capea un temporal, los nombres de los vientos, el manejo del timón. Además, allí todos sabían que la Ramona, que le había ayudado a nacer, le odiaba desde que regresó y yo intuía que eso no podía ser bueno.
La segunda vez que me habló me la crucé al volver de la escuela. Era raro verla por la calle tan temprano, normalmente salía de noche, se movía en función de las lunas y las mareas y ni siquiera los que solían acudir a su casa gustaban de cruzársela por casualidad. Se paró a mi lado, el cuerpo encorvado y minúsculo, la ropa tan negra y me dijo: “te he mirado por la noche y sé que no quieres ser médico como tu padre”. Yo no supe qué contestar, sabía que me regañarían si me veían hablar con ella. Me quedé quieto y callado y ella siguió, me tocó el pelo cariñosamente con su mano como una garra: “tú vas a ser el capitán de un gran buque”.
Esa noche soñé con el Canal de Suez, con el Cabo de Buena Esperanza y con el Gran Sol. Estuve en todos los lugares que había visto en mi atlas y escuché el sonido grave de las sirenas de los grandes buques, sentí el crujido de su estructura ante la tormenta, los rociones que llegan más allá de la borda. Había tomado una decisión.
A la mañana siguiente, el revuelo sorprendió a todos menos a mí. Habían encontrado una marca en la columna que nadie sabía cómo interpretar. Esta no ocupaba el lugar de las anteriores, que siempre aparecían a continuación de la lista de nombres ya grabados. Estaba bastante más abajo, tras un hueco que tardaría años en llenarse.
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