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Abr '25
16 abril, 2025
Casi todo el mundo glosa al Mario escritor, al gran fabulador, al escribidor como gustaba le mentaran. Hablan de sus libros, de sus ensayos, de sus artículos. También de las vicisitudes de su larga vida. Hablan de sus novelas, de sus letras. Analizan sus escritos y yo me aferro a su palabra. Yo me quedo con su voz. Quizá porque tras haber leído casi todo lo suyo desde la juventud, el mejor recuerdo que me queda, el más grato, ya ven, es el más cercano de su conversación. Mucho más de cinco horas durante muchos años pasé con Mario de pláticas y con eso me quedo.
Hace viento ahí afuera mientras escribo. Brama como si se le llevaran los demonios y perturba tanto como la pérdida de quien estuvo en las antípodas del ruido, del verbo desaforado. Mario Vargas Llosa tenía un hablar despacioso y cantarín. Hilaba las frases con facilidad y les dotaba de una musicalidad difícil de definir. No era tanto su acento —que sonaba dulce— como su ritmo. Acompasaba su parlamento al flujo de las ideas, que le brotaban fáciles, como si estuvieran arriba, en su capacho neuronal, para extraerlas cuando fuera menester. Aunque como todo buen conversador, Mario escuchaba. Sabía escuchar. Supongo que por su curiosidad insaciable, por sus ganas de conocer qué pasaba a su alrededor. Podría pensarse que con un caletre como el suyo, con ese poso de conocimiento, gustara de pontificar, que se manejara como un intelectual ascético en las formas y tonante en sus opiniones. Acostumbrado a que todos se callaran ante un premio Nobel. Pero no, Mario era un conversador chispeante, presto al asombro. Prodigaba sus silencios con la mirada fija en el interlocutor. De risa fácil, embromaba, que diría él, a cada instante. Me quedo con esos momentos porque cuando le tratabas su obra se materializaba en su palabra, en su gesto y sus dejes. «Que no falte el ají», como grito de guerra.
Ahora que se nos ha ido, aunque fue un escritor que volcó sus vivencias, experiencia y pensamiento en sus escritos, creo que cuando mejor mostraba su personalidad era cuando conversaba. No sólo en privado porque el mismo tono, la misma atención al interlocutor, la misma amabilidad practicaba en sus actos públicos. Multitudinarios, seguramente agobiantes, pero capeados con temple y una sonrisa. Algunos en Marbella.
El Ayuntamiento ha decretado dos días de luto oficial, que yo sepa el único municipio español que le rinde este homenaje. Un reconocimiento a su larga vinculación con la ciudad, más allá de sus ayunos en la Büchinger, de los que era devoto. Si mal no recuerdo, fue la Academia Gastronómica donde primero le distinguieron nombrándole Miembro de Honor, en una memorable cena en la antigua sede de la plaza de la Iglesia, donde compartió mesa con Camilo José Cela, que era su presidente de honor. Al poco, aceptó ser presidente de honor de la recién creada Academia del Vino de Marbella. Acudió en dos ocasiones al Club Internacional, de Viruca Yebra. Clausuró uno de los seminarios desarrollados en Costa Marbella por la del Vino con el juguetón título de «La Fiesta del Vino», cuando acababa de publicar «La Fiesta del Chivo», una de sus obras maestras, con la que recuperó pulso narrativo. Sonado fue su mano a mano con Alfredo Montagne, arquitecto y gran amigo, con el conversó de arquitectura y vino en el Ateneo, llenazo en el hotel El Fuerte. Las cenas de final de ayuno en su casa, con su mujer Mara de anfitriona, eran memorables. Muchos encuentros con Mario, sí.
En tiempos de Gil receló de aceptar la estrella en el paseo de la fama de Puerto Banús. Sólo cuando le explicamos que el homenaje procedía del CIT, y que no tenía nada que ver con el Ayuntamiento, aceptó. Aunque Gil se presentó y el incomodo fue ostensible. Incluso ostentoreo. Nombrarlo hijo adoptivo de la ciudad fue muy distinto. Me tocó el honor de trasladarle el deseo de la alcaldesa, Ángeles Muñoz, y de toda la corporación y ajustamos su agenda. En ese acto, comentó que cuando vino por primera vez no sabia que iba a desarrollar un vínculo tan profundo. «He venido a Marbella siempre abrumado de cansancio después de un año generalmente muy intenso, lleno de obligaciones, no siempre gratas, de muchos viajes y de muchas preocupaciones», dijo. Y remató que seguía vivo gracias a tres cosas: «En este orden de importancia: La Literatura; Patricia, mi mujer; y la clínica Büchinger, es decir Marbella». Se comprometió a ensalzarla y difundirla «allá donde vaya, allí donde viva como un secreto paraíso en la Costa del Sol, donde uno viene no sólo a ver cosas bellas, sino también a renovarse y rejuvenecer». Lo llevaba a gala, pero más agradecido quedó cuando propusieron ponerle su nombre a un colegio, el de Huerta del Prado. Comenté a las autoridades, antes de llamarle, que no era plan de que inaugurara un centro con barracones, motivo recurrente de quejas. Que estaría solucionado, aseguraron. No obstante, bromeamos con que se conformaría con que los pintaran bonito.
No soy objetivo. Seguramente me enamore de la literatura con sus libros y a su insistencia le debo haber publicado mi primero, que se ofreció a prologar. No llegamos a tiempo. Seguro que le hubiera gustado el título, «Malenconía», ese estado en el que ahora me hayo. Me quedo con su voz y su aliento, que cosas así no se olvidan. Tampoco aquella noche en la que, tras un concierto en la plaza de toros de Banús, no encontraba el coche que le iba a recoger. «Hombre, Miguel, ¿puedes acercarme?». «Mario, he venido con la vespilla». «Ah, perfecto. No importa. Me agarro bien y listo». Y en la vespa azul, de paquete y con una chichonera que le prestaron, amarraditos con decoro, dejamos atrás la plaza sin dejar de saludar a la concurrencia, que le vitoreaba como a un maletilla. Nos partimos de la risa rememorando «Vacaciones en Roma».
Miguel Nieto es periodista y miembro de Marbella Activa.
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