No entendí hasta hace poco lo que me sucedió aquel dos de abril. Puede ser que mi mente bloqueara mis recuerdos sobre el suceso como método de defensa, pero ha fallado miserablemente. Siento como si hubiera conectado los puntos, como si hubiera sumado dos más dos, y ojalá nunca lo hubiese hecho.
Durante mucho tiempo he tenido fijación por un lugar concreto de Marbella; una calle en el casco antiguo, cerca del castillo, tan estrecha que apenas entra luz por el día y que ni espacio tiene para farolas de pie que la iluminen por la noche. Se llama calle Viento. Nunca pasé por ella por el temor irracional que le tenía, pero esa atracción que rozaba lo obsesivo hacía que me sentara por horas en cualquier banco cercano a observar la oscuridad que la invadía. Me fijaba en sus ladrillos medio salidos, en la ligera inclinación de los edificios que les hacía parecer que se caerían en cualquier momento, en esa sombra al final que me miraba con crueldad.
Todo esto fue hasta empezar a tener sueños extraños unas semanas antes del incidente. Noche tras noche, soñaba con un plano más antiguo, de hace muchos años. Una de esas memorias borradas por mi mente es el año exacto en el que se ambientaban, pero ni falta que me hace saberlo. Los sueños tenían un filtro de tonos ocres y marrones, había personas que llevaban harapos y trajes de una época pasada, y los escenarios se asemejaban a lugares de Marbella, pero estaban mucho más cambiados. Siempre me sentía como si estuviese en mi hogar y, a pesar de que cada calle, plaza, tienda y bar eran distintos a los de ahora, los conocía a la perfección, como si me hubiera criado toda la vida en esa Marbella antigua. Cada vez que me iba a dormir, había un sitio nuevo que visitar: el Castillo, el Paseo Marítimo, la Plaza de los Naranjos… Especiales para mi yo onírico, insignificantes para mi yo real.
Sin embargo, la sombra me acechaba en cada sueño. Si me quería dar cuenta, no tardaría mucho en percatarme de que me observaba escondida cerca de mí. Por miedo y autoengaño, por pensar ilusamente que ignorarla haría que no estuviese, no la miré las primeras noches, hasta que advertí que se estaba acercando más y más. Ya no estaba detrás de un árbol cuando iba al parque de la Alameda, ahora estaba en un banco al lado de mí. Ya no estaba entre el tumulto de gente rezando cuando iba a misa a la Iglesia de la Encarnación, ahora estaba delante de la figura de Jesús crucificado, para asegurarse de que yo le podía ver bien. Tenía una mirada siniestra que me fue acobardando cada vez más, hasta que el dos de abril decidí huir de ella.
Recorrí media ciudad buscando un sitio en el que no me encontrase, pero mis esfuerzos eran en vano. Siempre llegaba a donde estuviese yo, no importaba lo mucho que corriera o los cruces que cogiese, y sin querer, me acabé metiendo en aquella calle que siempre había contemplado a lo lejos. Corrí y corrí hacia delante, y cuando doblé la calle, esta parecía ser la misma que acababa de atravesar. Me giré hacia atrás sólo para ver lo mismo, no siendo capaz de entender lo que estaba ocurriendo. Seguí pasando por aquellos callejones, todos con el mismo aspecto, y sentí la locura formándose dentro de mí. No sabía a dónde iba ni de dónde venía, sólo tenía el sentimiento de terror y pánico a aquella horrible sombra que no paraba de acecharme. Sin embargo, caí en la cuenta: sólo era un sueño. Un simple sueño del que me podía despertar en cualquier momento. Cerré los ojos calmándome de nuevo, intentando despertar y que se acabara aquella tortura psicológica, pero me distrajo un pequeño golpe en la cabeza. Abrí los ojos y me encontré con una minúscula piedra en el suelo. Miré instintivamente hacia arriba, pero sólo vi cómo otra piedra caía enfrente de mí haciendo un sonido al chocar contra los adoquines. No supe ni sé de dónde vinieron aquellas piedras, pero malditas sean por caer una por una en aquellas calles infinitas. Fueron aumentando en tamaño y cantidad, por lo que me empezaron a golpear con más y más fuerza. Con total desespero y angustia volví a intentar escapar de aquel bucle, sin éxito. Una de las rocas me alcanzó la pierna y me tiró al suelo, dejándome prácticamente inmóvil a causa del resto de piedras que caían sobre mí. Mis manos, mis pies, mis costillas… Todo mi cuerpo estaba siendo demolido por una lluvia incesante de piedras contra la que no podía hacer nada. Me sentía como María Magdalena, pero ella al menos tuvo un salvador. Mientras se me enterraba bajo una pila de gruesas rocas, la vi a la distancia. Se acercaba a mí, con esa sonrisa maliciosa tan característica de ella y con la que le gustaba intimidarme. Llegó a donde estaba yo, en el suelo agonizando de dolor, pues, aunque fuera un sueño, experimentaba aquel sufrimiento como si fuera la vida misma, y al ver mi patetismo, me dio un frío abrazo con el que se introdujo en mi cuerpo poco a poco. Era una fuerza extraña a la que no podía oponerme ni resistirme, que se combinaba conmigo pero que no era parte de mí. No obstante, no podía pensar en otra cosa que no fuera en mi muerte. A la vez que la sombra hacía lo suyo, yo sólo contemplaba mi sangre formando un charco debajo de mí junto a mis dedos morados y rotos de tantos impactos que recibían. Se sumaba al excesivo dolor que me provocaban los huesos fracturados y los órganos dañados que paraban de funcionar. Ya no sentía las piernas, que parecían de un muñeco de trapo, y las continuas lesiones en mi espalda y cuello debieron haber causado que mi cuerpo quedara prácticamente inerte, o puede que también lo hubiera ocasionado el peso que hacía el túmulo de piedras sobre mí. Me impresionaba continuar consciente después de la ingente cantidad de guijarros que me habían dado en la cabeza y que hacían que me golpease la cara contra el adoquinado.
Sea como fuere, después de un largo pestañeo, aparecí en el mundo real. Seguía en la misma posición, en la misma calle, pero era la actualidad y no tenía ninguna herida. El golpeteo de las piedras paró y no vi ninguna además de las que componían el suelo. El aturdimiento me impedía comprender mi situación, pero me fui incorporando poco a poco. No fue hasta que quise girar la cabeza para comprobar que no hubiese otra gente contemplando la escena, que me di cuenta de que no controlaba mis movimientos. Ni mis ojos, ni mi respiración, ni mis pasos, nada. Creí que era el estado de shock el que me hacía moverme de manera inconsciente, pero me equivocaba por completo. Empecé a caminar sin quererlo, sin rumbo aparente, pero ella sí que sabía a dónde iba. Paseé por los mismos lugares por los que había pasado en mis sueños, y entendí la belleza de sus diferencias con sus versiones añejas, pero era demasiado tarde como para que eso importase. A partir de entonces, se adueñó de mi vida. Se comportaba como yo y sentí cierta decepción al ver que nadie nos diferenciaba, ni siquiera mis seres queridos. Odiaba la sensación de no tener el control de mis acciones, de mi propio ser, y la impotencia fue creciendo dentro de mí hasta este momento. Mis esfuerzos por tomar el curso de mi vida de nuevo son fútiles, nada sirve y mi desesperación aumenta por momentos, tanto que ya no sé qué hacer.
Esto lo escribo en un momento de libertad, en el que la sombra deja de tener efecto en mí y vuelvo a ser yo quien está al mando. No duran mucho estas oportunidades, y nunca sé qué hacer en ellas. Incluso si le consiguiera decir a alguien lo que me pasa, sería irrelevante, ya que nadie podría llegar a entender lo que me ocurre, e incluso si una sola persona lo lograse comprender sin acabar demente, no podría ayudarme. Ni siquiera yo sé qué hacer para escapar de esta situación.
Lluvia de piedras es el relato de Paola Barreda Cabrera con el que obtuvo el segundo premio de la XI edición de nuestro concurso de relatos en la categoría especial dedicada a jóvenes de Marbella de entre 15 y 18 años.
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