Los dos contendientes se citaron donde siempre, en aquel enorme mapa en relieve que abarcaba desde los hielos de Alaska a la nariguda Florida, desde la mojama de Albuquerque a los húmedos rascacielos de Chicago. Una vieja tradición, como la del día de la marmota, sólo que el elefante y el burro dirimían sus diferencias cada cuatro años. Esta vez el elefante, un paquidermo con un flequillo azafranado que parecía una cornisa a punto de desplomarse, había barritado como pocas. En cambio, el que iba a ser su contrincante, un burro de lacio pelaje, había sido cambiado por falta de brío —a última hora, a toda prisa— por una burra joven y sagaz. El contraste no podía ser mayor, porque la pollina era negra y el elefante tendía al calabaza. El rodeo estaba acotado por un vallado de barras y estrellas, al que no se dejaba entrar a nadie que no acreditara tener en su casa una bandera —daba igual que fuera yanqui o confederada— y una barbacoa —daba igual que asara terneros o gatos haitianos—.
Los preparativos para el gran duelo habían sido arduos. Tanto el elefante como la burra pelearon por sumar el mayor rebaño, para lo que no dudaron en utilizar los métodos más insólitos. Incluso rastreros. La pollina, igual porque llegó un poco tarde a la contienda, se mostró más precavida que el paquidermo, más veterano en marrullerías. El elefante manejaba trumpa poderosa y tenía especial habilidad para meterse en cualquier cacharrería que se le pusiera por delante. Le encantaba arremeter contra todo lo que se moviera, y cabeceaba sin control cuando insultaba a los bichos opositores, en especial a la borrica que llamaba justo eso, borrica. Moverse tanto le vino de perlas cuando intentaron cazarlo. Un rifle solitario sólo le dejó una cicatriz en la oreja y el susto en el cuerpo, aunque lo disimuló bien y le alentó a bramar más.
La fauna que se había leído el «Libro de la Selva» pronto se dio cuenta de que ese elefante, pese a que se proclamaba paquidermo de cuernos temibles, en realidad era asiático. Más enclenque de colmillos, lo que igual explicaba su impostada bravuconería. El elefante que un día quiso ser trumpetista y volar como Dumbo, contó mentiras sin fin, engatusó lo indecible y pisoteó toda la hierba que no pudo comerse para ganar y reinar en un territorio que siempre consideró como propio, aunque no sabía muy bien si era selva, jungla, desierto o manglar, que de todo había. Le daba igual: los habitantes de la selva necesitaban un rey ¿Y quien mejor que él? ¿El elefante ungido por los dioses?
Una vez los pusieron frente a frente. Como dos púgiles antes de empezar a zurrarse, intercambiaron bravuconerías. Como cuando Alí y Frazier en el Madison Square Garden, el cara a cara, el golpe a golpe, fue televisado y los jueces sentenciaron que la burra ganó a los puntos al elefante, justo porque éste se mostró más pollino. Pero todo parecía igualado. La pollina, por más que se recorrió el territorio conquistable ofreciendo cookies y mazorcas de maíz, cosechó menos entusiasmo. Al contrario que el elefante, que repartió Americans pies por doquier, y los prometía greatest, si ganaba. Again. Pero hasta el último momento perduró la incertidumbre. El consorcio de encuestas Mowgly apuntaba a un empate técnico ¿Lograría el elefante calabaceado el premio oval? ¿Daría la sorpresa la burra de carcajada fácil y mandaría en la cascada blanca?
Trotaron y galoparon por todo el territorio. Barritando y rebuznando. A coces y a trumpazos. Pidiendo adhesiones cada vez más histéricos, cada vez más con más saña. Hasta que llegó la hora de la verdad un martes de noviembre, más largo que un día sin ketchup, en el que contaron las hamburguesas apiladas a sus pies por los habitantes de la selva. Como una ofrenda, como quien deposita flores a la virgen de los Desamparados que, por lo visto, era como se sentían, incluso ese muskcako con ojos de lemur, inventor de plátanos eléctricos, montado ya en la chepa del elefante. Eligió bien, porque fue el paquidermo quien obtuvo más carne picada.
Los barritos, resonaron; y los rebuznos, enmudecieron. Todo había terminado. Marcadas las huellas de ambos animales, protagonistas de la estampida, se hizo el silencio. El barro tras la contienda era negro. Una losa de fango alquitranado que aplastó un manto de insectos de toda condición. Expectadores anónimos del duelo. Tras la batalla, tras el recuento de hamburguesitas, una mancha de ácido fórmico y ketchup migraba y se expandía más allá de la frontera de las barras y estrellas. Nadie supo decir si olía más a incertidumbre o a desamparo.
Miguel Nieto es periodista y miembro de Marbella Activa. El Dardo en La Palabra es su colaboración semanal en Onda Cero Marbella.
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