El cirio no procesiona desde hace años. Es viejo, lo que no constituye un secreto para nadie, menos para sí mismo, pero le dolió que lo repudiaran como si fuera un desecho de otra época, un cirio de chorreras amarillas y palo renegrido que ya no tiene sitio en esta otra, tan ufana. El enfado le duró lo justo. Le queda poca llama y escasas esperanzas de alumbrar más allá de su propio halo, de esa tenue lágrima de luz acorde con estos tiempos desesperanzados que nos hemos dado por vivir. La tragedia del mundo sigue igual, imparable hacia el sinsentido, así que, calladito, desolado, por estas fechas se asoma a un mundo que recuerda más caritativo.
Hace tiempo que no huele a incienso en las calles y templos de medio mundo, aunque los
botafumeiros de los monagos no paren de pendular, porque el horror —bien lo sabe el cirio— no huele a incienso. Ni a cera requemada. Y el horror lo invade todo. El incienso se usa de cuando, durante siglos, las iglesias se llenaban de siervos tan pobres como malolientes. La indigencia apesta. Molesta a quienes rigen los destinos de almas y haciendas, y se necesita enmascararla. El cirio dice que andamos igual, que el horror huele a podrido y que no hay fragancia que lo encubra. Al mal, tampoco.
El hambre, quizá el mayor horror más allá de la sangre derramada, huele a muerte. A muerte de niño escarnecido. Pero siempre hay un peldaño más en esta escalada de la infamia. La tragedia de Sudán es inconmensurable pero nunca como en Gaza tantos niños, tantos a la vez y en tan breve espacio de tiempo están sentenciados a la hambruna. Y a diez kilómetros, bloqueadas, caravanas de comida esperan sin esperanza que un samaritano se pase por allí. ¿A qué huele el horror? ¿A qué huele para que nos pase tan inadvertido? No hace nada, cuando lo de Vietnam, el horror olía a napalm. Antes, cuando las grandes guerras, quizá a cordita y a gas mostaza.
Pero ahora, ¿A qué huele la muerte en masa en un auditorio de Moscú? ¿A qué huele la muerte indefensa en Palestina? ¿O en Siria? ¿O en Yemen? ¿A qué huele el hambre en Etiopía? ¿Cuanto atufa un niño sin sudario, un viejo sin horizonte, una madre sin consuelo, un desplazado sin patria? ¿Cuanto hiede el mal?
El horror no tiene rostro. Quizá de lo inmenso que es, no le caben tantos. Cómo verlo si ni lo miramos ¿Quizá porque duele? ¿Mejor lo dejamos estar? ¿El horror se torna invisible porque nos queda lejos? ¿Consentimos el dolor remoto, que activamos por control remoto? No hace falta una calima que llore ladrillo para cerrar los ojos, no sea que nos entre una mota de compasión. La compasión, esa que de tanto repetir que tu mano izquierda no vea lo que hace tu derecha, se diluye. La compasión gasta lágrimas secas. También en Semana Santa.
El cirio, cuando era joven e inexperto, se movía entre sayones rasposos: oración, penitencia y silencio para llorar a los desamparados, que nunca recuerda fueran tantos. O igual, sí. Igual en tiempos pasados eran más, pero éstos de ahora son los nuestros. Hermanos en la desgracia, pero cada cual con la suya. El mal ajeno pesa menos. El cirio se ha vuelto piedra —lo sabe— y hace tiempo que perdió el tacto. Por no sentir, ya ni distingue ni el roce del terciopelo. Tampoco oye las campanas de los tronos, ni los metales fúnebres de las bandas engalanadas como antaño, como cuando las otras guerras. Las otras hambres. Las otras muertes. El mismo mal. Ni este cirio desolado, ni toda la cera del mundo parecen alumbrar una tímida esperanza.
Llueve barro, los mantos se manchan y la llama de los cirios se apaga. Menos lustre en una Semana Santa en la que se reza, se pide perdón por nuestros pecados y el Papa no tiene ni ánimo ni voz para la homilía de Ramos. Silencio ¿No tenemos remedio? Quién sabe. El cirio desolado que ya no procesiona se encomendará el domingo al cirio Pascual, el padre de todos los cirios. Su última esperanza, aunque no le arrienda arrienda la ganancia.
Miguel Nieto es periodista y socio de Marbella Activa.
El Dardo en La Palabra es su colaboración semanal en Onda Cero Marbella.
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