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Ene '21
6 enero, 2021
Os dejamos este relato de nuestro socio, José Federico Barcelona, con el que nos ha querido obsequiar para despedir el año 2020.
EL MIEDO Y EL MIEDO (cuento para despedir el año)
He tenido la suerte de pasar la mayor parte de mi vida cerca y al lado de dos grandes mujeres. Una se llama Soledad y la otra Amor y Compaña.
Bueno, como supondrán, la segunda no lleva ese nombre, pero es cierto que existe con esos atributos para mí. Venía a huevo este requiebro sentimental. Su verdadero nombre es Jose, y tampoco es su nombre real. Algo enigmático. Qué se le va a hacer. Quien se acostumbra a vivir cada amanecer el amor como un misterio, a la larga cosecha una vida más que interesante.
Lo cierto es que hubo una tercera y hasta una cuarta mujer. La tercera también se llamó Soledad. Era mi abuela y me enseñó el miedo.
Pero empecemos esta historia por el principio. Hace ahora casi cuatro años exactos, andaba buscando alguna salida decente del laberinto existencial en el que estaba metido (he aprendido que cualquier laberinto tiene más de una salida, no hay que agobiarse). Encontré mi Ariadna particular y a su hilo me aferré. Estuve asistiendo durante un cuatrimestre a las clases de didáctica de la literatura infantil y juvenil de Juan Mata Anaya.
Sentado entre aquellos jóvenes veinteañeros sanos y tiernos como un campo de amapolas silvestres, yo parecía un viejo espárrago discordante. Al principio me observaban disimulando su curiosidad, a veces intercambiaban conmigo alguna palabra de cortesía o por necesidad y, entonces, me hablaban de usted.
Se nos propuso escoger un texto literario significativo de nuestra infancia y hablar sobre él en clase. Me entró el vértigo. Pensé que a ellos y ellas les resultaría fácil regresar a sus recuerdos. Su memoria es fresca y reciente, me dije, el recorrido temporal que les separa de cualquier experiencia personal de su pasado está próximo. Pero a mí, en cambio, ya me cuesta trabajo visitar los momentos de mi infancia, incluso de mi adolescencia, y sobre todo enfocar bien en la distancia, volver a ver las cosas con nitidez, separar unos recuerdos de otros, ubicarlos en un lugar y tiempo exactos.
No obstante, animado por la cercana presencia de la juventud, un error que solemos perseguir o imitar sin valorar debidamente las consecuencias de nuestros actos, cogí aire y me zambullí en las aguas de mis recuerdos. Al principio fue una inmersión casi ciega entre las plantas acuáticas y el barro de un agua estancada. Ahí distinguí a Verne, Stevenson o Hemingway. Pero poco a poco fui desplazado a zonas donde el agua se movía con más rapidez, se aclaraba y la luz alcanzaba más profundidad y extensión. Vinieron a mi memoria los tebeos de El Capitán Trueno, El Guerrero del Antifaz, Roberto Alcázar y Pedrín, Hazañas Bélicas, el TBO, las novelitas de Marcial Lafuente Estefanía y las fotonovelas de Corín Tellado. Cuando ya me disponía a emerger con estos tesoros en los bolsillos, tropecé con una piedra negra casi enterrada en el fondo. Después de limpiarla, reconocí a mi abuela.
Yo tendría cuatro o cinco años, a lo sumo seis, una edad en la que todavía me sentaba en las rodillas de mi abuela y me dejaba abrazar mientras ella me acunaba moviendo suavemente la mecedora donde pasaba casi todo día. La verdad es que no puedo estar seguro de eso, de que pasara en la mecedora la mayor parte del día. Mis recuerdos se me muestran hoy como una pequeña colección de fotos: ella sentada en la mecedora en mi casa durante las temporadas que vivía con mi familia; ella en la lumbre donde preparaba la comida en los días de verano que pasábamos en su casa de Los Mayordomos, cinco o seis casas y más allá nada; ella en el campo cogiendo higos chumbos con las tenazas del fuego de la cocina… Imágenes estáticas que si bien no dejan ver el movimiento y el desenvolvimiento de las acciones, sí permiten apreciar los detalles. Y, a veces, son los detalles y no la secuencia los que iluminan la mente y la memoria.
Los detalles. Me recuerdo identificando el olor de mi abuela, deteniéndome en las infinitas arrugas de su rostro, admirando su moño cubierto siempre por un pañuelo negro, hechizado ante la escena en que se lo soltaba y yo veía como el pelo largo canoso recogido en aquel moño caía libre sobre sus hombros. Mi abuela vestía de negro, el color que teñía de por vida a todas las viudas de su edad en aquellos tiempos. Pañuelo negro sobre su hermoso pelo blanco, camisa, falda, medias y zapatos negros, en los hombros una capa corta negra de lana y un delantal en la cintura, tal vez con algunas rayas grises más claras, la única prenda que atenuaba aquel luto riguroso.
El primer contacto que tuve con un hecho literario son los cuentos de tradición oral de mi abuela Soledad. Sobre todo uno de aquellos cuentos. Un cuento de miedo. Para mi abuela no existió otra tradición literaria que la oral, porque nunca supo leer ni escribir. Yo me sentaba en sus rodillas: “cuéntame, abuela”, y ella me contaba aquella historia de miedo, de auténtico terror, que a mí me atraía tanto como me asustaba. El cuento, tantas veces repetido, transformado y reinventado para la ocasión o según lo que yo le pedía, era la historia de El tío Saín o tío sainero, una versión local guisada en mi pueblo, La Unión, en el Campo de Cartagena y otros lugares de Murcia con ingredientes de La asadura del muerto, El sacamantecas y El hombre del saco.
Recuerdo al tío Saín como un personaje siniestro y cruel que secuestraba niños y niñas, los acarreaba dentro de un saco para descuartizarlos y comérselos, o para sacarles la sangre y beberla, o para extraerle las mantecas, la grasa corporal, o para cualquier otra monstruosidad que enfebrecía y aterrorizaba las mentes infantiles y nos hacía prometer obediencia, no salir de casa, comer todo lo que nos servían o irnos a dormir inmediatamente, a veces llorando y acobardados, temiendo encontrarlo en cualquier recodo de la casa a pesar de la seguridad que, sonriendo, nos daban los mayores de la desaparición de todo peligro una vez doblegada nuestra rebeldía o, simplemente, cuando ya estaba vencida nuestra voluntad.
Los cuentos del tío Saín, eran historias talladas en cada circunstancia concreta para expresarse como recursos de la autoridad de los adultos o de los hermanos y primos mayores. Unas veces se manifestaban como amenazas, otras como advertencias, otras como límites, y siempre constituían una enseñanza de lo deseable y lo indeseable, de lo incorrecto y lo apropiado, o sencillamente nos aleccionaban en la obligación de obediencia a la autoridad familiar y, por extensión, a cualquier forma de autoridad.
Eso pienso ahora, al cabo de tanto tiempo, pero entonces, con cinco años, yo disfrutaba con las historias del tío Saín que mi abuela me contaba. Sí, disfrutaba. Ella vivía en una habitación pequeña y oscura sin ventanas, entre mi habitación y la cocina. La única salida era una puerta de doble hoja que se abría al comedor, y justo allí colocaba su mecedora y se sentaba, quizá siguiendo la costumbre de la época de sentarse a la puerta de la vivienda, quizá apostada custodiando su espacio. Yo subía a sus rodillas, poco tenía que subir, a decir verdad, porque era pequeñita, y ella me recibía con una auténtica sonrisa de abuela.
Me acomodaba en su regazo, me dejaba abrazar y, solo entonces, comenzaba el vaivén de la mecedora, un movimiento que ponía en marcha mi viaje a otro mundo, al mundo perturbador, pero seguro, que ese día ella iba a crear para mí. “Ya viene por el primer escalón… ya sube por el segundo”. Mi casa tenía dos niveles conectados por cuatro escalones. La habitación de mis padres estaba en la planta inferior y la mía en la superior, pared con pared con la de mi abuela. Uno a uno, el tío Saín, con su saco al hombro, subía por los escalones… “Ya está en el tercero… y ahora en el cuarto”.
¿Por qué he podido recordar ahora, pasados tantos años, todos estos detalles? ¿Son reales o los estoy inventando? No tengo la menor duda de que son reales. Lo son porque las emociones y sentimientos que están contenidos en estas imágenes que describo, en esos detalles que recuerdo, han permanecido intactas, conservadas como esos insectos y plantas que quedaron atrapados hace millones de años en una resina que, con el paso del tiempo, formó una piedra de ámbar y ahora se pueden ver exactamente igual que fueron entonces. Así recordamos con tanta claridad los hechos significativos de nuestra vida, porque están conservados en emociones y sentimientos que los hacen verdaderos e incorruptibles, y aunque algunos detalles sean producto de nuestra imaginación no dejan de ser menos ciertos. La gente mayor tenemos ese don, a veces el pasado más remoto se nos presenta cerca y vívido, mientras no somos capaces de recordar un hecho de hace dos meses o dos días.
“Ya viene por el pasillo… Ya abre la puerta… Se acerca a la cama”. Pero no pasaba nada, mi abuela se contentaba con zarandearme y darme un susto de muerte, el mismo susto una y otra vez, y la tensión que se había apoderado de mí se escapaba de golpe, desaparecía, el sobresalto final liberaba y echaba fuera todos los temores. ¿Por qué siempre se asustan los niños y niñas cuando les cuentan el mismo cuento, como si fuera la primera vez? ¿Es que no aprenden su final con las repeticiones? Todo lo contrario, aprenden de las emociones y de las descripciones repetidas una y otra vez, aprenden más y mejor que nadie, necesitan vivirlas y revivirlas precisamente para ahuyentar los miedos, los terrores, para reconocer la realidad, para comprender y adueñarse del mundo en el que están empezando a vivir. De niño, nada hay más humano e imprescindible que la ficción infantil para aprender.
Hay un miedo de infancia con su campamento base en la ausencia de pasado, en la escasez de experiencias, que nos ayuda a comprender y no nos daña (casi nunca). Y hay, en cambio, un miedo de madurez que está elevado sobre nuestra propia experiencia, en la conciencia y en la abundancia de conocimiento racional. Y nos puede hacer sufrir mucho. Estos últimos años estoy empezando a percibir y sentir cómo penetra en mí ese miedo.
Tenemos miedo de las guerras, porque sabemos de las guerras. Tenemos miedo a los virus porque sufrimos la enfermedad, esta pandemia, y podemos imaginar los cuerpos encogidos de los ancianos a través de los ataúdes y sacos opacos en el palacio de hielo de Madrid, o abandonados uno, dos y tres días tras fallecer en sus habitaciones de las residencias. Sí, estoy muy sensibilizado con lo que están pasando nuestros ancianos, pero eso es otra historia.
El conglomerado de emociones y sentimientos entre los que se encuentra la empatía no solo nos acerca al sufrimiento ajeno, también nos produce miedo. Al menos a mí. Y ese miedo puede provocar un encogimiento y algunas formas de rechazo. Unas pueden llegar a ser muy nocivas, pero otras no. Rechazo al abandono de las vidas en la calle, al naufragio de una patera, o al galope arrasador de esta pandemia. Me alegra, por ejemplo, el rechazo a la vida indigna de la gente sensible que lleva años batallando por la regulación de la eutanasia, que por fin ahora encuentran un gobierno con la oportunidad y valentía de plasmar en una ley la humanidad y la compasión para con las personas incurables sin remedio. Pero en el fondo también tenemos miedo por todo ello.
Tenemos miedo porque hemos conocido de los campos de exterminio y del gulag, las torres gemelas, el metro de Madrid, Las Ramblas y Charlie Hebdo. Porque hemos oído el susurro temeroso de nuestros mayores (aún recuerdo los consejos de mis padres en 1974 cuando vine a Granada a estudiar: “… y por lo que más quieras, no te metas en política, hijo”). Miedo porque sabemos de huesos, cunetas y caballones, porque fuimos testigos de los últimos fusilamientos en este país y de intentonas y llamamientos golpistas.
Tenemos miedo de las injusticias y las desigualdades, a la secuencia paro-pobreza-descontento-populismo-autoritarismo, a la pérdida o no reconocimiento de derechos, libertades y democracia, al maltrato y menosprecio a las mujeres, a la intolerancia, el irracionalismo y el fanatismo, miedo del deterioro de la naturaleza y su descontrol. Tengo miedo de Vox y aún del PP. Tengo miedo de los Trump, Bolsonaro, Orban, Putin y la nueva ultraderecha.
¡Cómo no vamos a tener miedo!
Y precisamente por lo mismo es tan imprescindible la memoria y el conocimiento de la historia y las humanidades en la formación de cualquier generación. No para levantar muros contra el miedo o superar el miedo, sino para estar en posesión de herramientas racionales y emocionales que lo puedan manejar, y crear instrumentos políticos con que enfrentarse como sociedad a esos miedos. Vencer el miedo a pesar de tener miedo.
Esta forma de afrontar el miedo se protege de la angustia y el descontrol, de la cobardía y el achantamiento. Debería suponer un estímulo para redoblar el esfuerzo de cada cual, por lo menos de los más conscientes, y evitar esas circunstancias de miedo buscadas por quienes lo pretenden usar contra nosotros mediante nuevas formas o como repeticiones del pasado (nuevo o antiguo es una discusión secundaria). Esfuerzo, también, en llevar a cabo la intervención sociopolítica que cada cual considere o tenga a su alcance contra los orígenes y artífices, todos ellos identificables y transparentes, de esos miedos.
Creo que es bueno recibir este año nuevo con esperanza y agrado, necesitamos un respiro y nos humaniza ser generosos con nosotros mismos, pero importa hablar del miedo que nos ha hecho temblar este 2020 y no dar la espalda al año como un mal que dejamos atrás repitiendo el mantra “cambiemos de año, salgamos de 2020”. Importa pensar y hablar de todo lo ocurrido para protegernos (en la salud, ciencia, política, economía, sociedad, educación y cultura…), porque 2021 ya está aquí y el miedo no nos debe someter aunque nos alarme. Ya lo hemos conocido.
Fede. Granada, 31.12.2020
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