Al atardecer de este verano que no se marcha, bajo al centro desde el barrio del norte. Las hojas de los plátanos orientales bailan sin prisas y corretean por las aceras mientras el coro de las mujeres, pasada esta calima extraña, sentadas en el banco de la acera, abanican los sudores incrustados en su piel.
Repiten noticias, las deshilachan y las florean entre risas y pullas. Son el noticiero de la tarde de lo que al barrio importa y los periódicos callan. Las mujeres del barrio son otro pueblo o quizá son el pueblo en la ciudad. Arregladas y pintadas se niegan a esconderse y morir.
Al lado, un coro de abuelos mira fijos en silencio a los bloques de enfrente que amarillean con los últimos restos de este atardecer que sangra en el horizonte perdido. Los recuerdos pelean por volver como si fuese una batalla que libran todos juntos. Ya ninguno recuerda a la asesina de sombras que les arrebató tantos momentos en esta plazoleta, que ahora solo disfrutan al amanecer y muy al atardecer. Nadie protestó y ahora, resignados, callan.
Bajo despacio por la calle desolada del Trapiche que aún humea por el calor pasado y las preguntas se me repiten.
Estos abuelos son los restos de una ciudad verdadera que se esconde bajo el suflé de merengue, quemado por los ecos de sociedad, envuelta en papel cuché. Esta es la ciudad verdadera que olvidan los libros de historia y que ya apenas alimentan algunas leyendas para estos abuelos nostálgicos que dormitan en los bancos. Parecen castigados conta los muros.
En la parada de autobuses de Mayorazgo bajan una riada de pueblo oculto, que no queremos saber de ellos. Sí, de esos de los que sobreviven con sueldos de miseria y de los otros que bajan con bultos de objetos de imitación que han pasado el día en el paseo marítimo con un ojo en el turista despistado y otro en la policía municipal. Se complementan con carritos de compras o bebés. Son parte de la ciudad ignorada que proclaman voces solitarias, cansadas de perder batallas, una tras otra.
No sé bien cuál es la ciudad real. No lo sé. Solo sé que me siento exiliado en esta ciudad a la que tanto amo como odio. Cruzo la calle Ancha que me suena tan extraña como ahíta de turistas. Las mesas han ganado su batalla y las sillas lo aplauden: ya no es la calle Ancha sino la calle Estrecha.
Me he entretenido porque hoy busco el paseo marítimo y en especial el faro para ver cómo avanzan las obras. Antes, perdido entre los bloques y el gentío que no lo veía nadie, ahora que se ven sus entrañas de hierros retorcidos y bloques de cemento. No hay fuego en sus entrañas, solo ausencias. Allá en lo alto no hay llamas que jueguen con las brisas, ni luz que ilumine de noche ni día los escasos barcos que faenan en sus aguas. Es un tótem olvidado en un pueblo agrícola que siempre vivió de espalda a la mar.
Apenas dos trabajadores tras la alambrada de una obra que me temo infinita. No me sorprende. Las obras en esta ciudad se alargan sin días por falta de presupuesto, interés o capacidad de gestión. Se anuncian, se olvidan, se pone la primera piedra, se olvidan, se construye de forma lenta, se repara y se vuelven a empezar. Obras eternas.
Miro el faro y siento nostalgia. No escucho su triste canción. No me habla de leyendas como sus hermanas las torres almenaras. Solo me llega el polvo del olvido y los hierros de una ciudad sin urdimbre.
Es un ciprés de cemento que ni se mueve ni canta, ni habla. Tan bello, tan recto que da lástima por la soledad que vive. Es un cíclope de ojos muertos, perdido en la telaraña de las calles y los turistas. Mira al horizonte que no llega.
Su soledad despierta mi empatía cuando me siento en un banco para contemplarlo entre las altas palmeras y los balcones vacíos. A la espalda, el parque de la Constitución languidece con un césped triste y ocre de olvidos.
El faro es un monumento a la mar, a la solidaridad y al auxilio que reclama su esencia en esta ciudad desolada.
Rafael García Conde
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