Si al abuelo le hubieran dicho que los científicos —esos hombres que sin ser médicos gastaban batas blancas y gafas con tapacubos— iban a arreglarle el cielo, no hubiera dado crédito. ¿Cómo iba a creerse semejante cosa? ¿Cómo iba a ser que cuando el campo tuviera sed y necesitara agua sólo había que fabricarla? ¿Que echando unos polvos mágicos en las nubes se ponían a mear los angelitos? Los labriegos de esa generación, no tan lejana, no se lo hubieran tragado porque una cosa es que los tiempos avanzaran que era una barbaridad y otra que lograran domar la meteorología como si de un borrico testarudo se tratara, al que se encarrilaba con unas mañosas sesiones de palo y zanahoria, y santas pascuas. Hubieran creído que era más ciencia ficción que ciencia, como aquello de que el hombre había llegado a la luna, acontecimiento que algunos aceptaron como veraz a regañadientes, que aquella imagen del televisor se veía muy mal y los astronautas no hablaban en cristiano, bien que se comentaba por lo bajini en las tabernas. Pero ahora que se suceden los fenómenos meteorológicos extremos estas investigaciones han retomado actualidad. Pero para lograr evitar catástrofes, queda mucho trecho y toda la incertidumbre.
Sembrar las nubes, le llaman. Se trata de una técnica basada en un principio fisiológico simple. Las nubes las componen micro gotas de agua, que no precipitarán salvo que se unan entre si, cobren tamaño, y pesen para caer a la tierra. Si eso no ocurre, las nubes pasarán de largo y no lloverá. Así funciona la lluvia natural: las nanogotas de unas cuantas micras de tamaño se van uniendo hasta formar gotas de agua, que suelen tener unos dos milímetros de diámetro. Las hay más gordas, que a veces nos llueven goterones de seis milímetros. Hasta ahora estas investigaciones y pruebas, comenzadas hace unos ochenta años, han consistido en esparcir yoduro de plata en las nubes para catalizar el proceso y lograr una lluvia artificial. En España, a finales de la década de los ochenta, se trabajó en esta línea con escaso éxito. Más que nada porque, en realidad, nunca se llegó a la fase de regar con yoduro de plata las nubes del cielo de Valladolid.
Como en tantas otras aventuras del conocimiento, se acogió con ganas en todo el mundo porque aquello de manipular la meteorología, de hacer de manitús, resultaba fascinante. Pero el interés decayó, ya que no se podía demostrar que aquello funcionara de verdad. Ahora que el cambio climático se nos ha metido en casa, reverdece porque lo cierto es que hoy en día se utiliza esta técnica para provocar nevadas y, en otra vertiente, para evitar el granizo.
El sistema tiene sus dificultades. La principal, que no por obvia resulta menos determinante, es que haya nubes. Sin nubes no hay yodado que valga. Luego, si el celaje es propicio, se necesita regarlo de plata, que suena muy poético pero tiene rima difícil. El método más conocido es esparcir el compuesto con aviones que se internan en la tormenta, pero sale bastante caro, funciona al tuntún y si cae, igual no llueve donde se necesitaba. Ya saben, el cielo es muy juguetón máxime cuando le suenan las narices. También cañonean las nubes. Como lo oyen. Se lanzan misiles y se tira a dar. Los rusos, no me hagan explicarle por qué, que me entra la risa sádica, le tienen querencia a este sistema. Está en manos de los militares, miedo me da. De su fiabilidad nada dicen, aunque eso de tener que cortar el tráfico aéreo no les hace demasiada gracia. Pero, en definitiva, nadie sabe por qué unas nubes se dan por ordeñadas y otras no.
En lo que sí parece que se obtienen resultados es en la lucha contra el granizo, que se hace por la tercera de las vías: quemar el yoduro de plata en tierra para que ascienda hasta las nubes amenazantes. Se les llama redes anti granizo y, por ejemplo, funcionan desde 1976 en Madrid. Un último ingenio para evitar el pedrisco son los cañones sonoros que rompen el granizo antes de que se estrelle en el sembrado. Eso aseguran. Cae menos gordo, pero cae. Y en cuanto a la nieve, se han obtenido resultados estimables en las Montañas Rocosas estadounidenses, más para incrementar las reservas de agua de ciudades cercanas que para esquiar. Sea como sea, en el mejor de los casos, se logra un incremento de un 15 o un 20 por ciento de una lluvia en condiciones muy concretas, en lugares muy concretos y con borrascas singulares. Controlar el cielo para evitar catástrofes como la de Valencia, manejar sus sinos, se fía largo.
El abuelo, al que ni tan siquiera le gustaban las películas de ciencia ficción, se regía por el firmamento que le pronosticaba el calendario Zaragozano. Aparte de mirar al cielo, por estas fechas plantaría gardenias y sembraría papas y guisantes, atento también a que en las bodegas trasegaran los orujos de los que saldría el estiércol de siembra. De siembra de la tierra, no de las nubes a las que se conformaría, como siempre, con verlas venir. Y, si dios quería y sacaban al santo, descargar.
Miguel Nieto. Es periodista y miembro de Marbella Activa. El Dardo en La Palabra es su colaboración semanal en Onda Cero Marbella.
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