Un torbellino de moscas rodea a los guardias que regulan el tráfico y es por mi culpa. La gente no lo entiende. Aunque a los municipales se les ve tan limpios como yo, lo cierto es que se quejan de que estamos sucios. O no lo suficientemente limpios, porque a la vista está que, sobre todo en verano, un remolino de moscas, como un enjambre zumbón, me da vueltas en el mismo sentido en el que giran los coches. Como peana soy muy útil. Desde que decidieron colocarme en medio de la carretera para que, subidos encima, los municipales ordenen el ir y cruzar de los automóviles, hay menos accidentes. Creen que procedo del último circo que pasó por la ciudad, que soy una de esas plataformas en las que suben a los leones para que el domador los enrabiete con el látigo, pero no. Soy una peana vinatera.
Al Ayuntamiento le hizo gracia el bulo de que me habían comprado al circo que por feria acampa en el llano de la Paca, pero soy un tonel. Bueno, medio tonel, una barrica de vermú partida en dos. Me repintaron de rojo y blanco para hacerme más visible, como a los municipales que subidos en alto organizan el tráfico con un silbato. Me lavaron a conciencia pero tengo tanta melaza reseca en las entrañas que, ya se imaginan, todas las moscas de la comarca se me vienen encima. Como a mi otra mitad, que tirita en Cambados.
Ahora no hay moscas pero no crean que estoy más tranquila porque, aunque me han retirado del servicio, por Navidad, junto al árbol de las bolas, soy el centro de todas las miradas. Llegada la Inmaculada, me pintan de purpurina, me ponen unas guirnaldas y junto al abeto, que se traen de un vivero de Laponia, nos colocan en medio de la plaza. Es una tradición. Muy antigua. Al árbol le ponen luces y una estrella, y a mí villancicos y una capacha donde los vecinos regalan lo que quieren y buenamente pueden para el personal del Ayuntamiento. Los regalos son modestos, que desde que se arrancaron las viñas los campos sólo dan para ir tirando y el comercio de souvenirs ha bajado mucho desde que los americanos dieron la espantá. Imaginen: todavía tenemos sólo una caja de ahorros que, de tantos empeños, trabaja más como monte de piedad. Pero por estas fechas todo el mundo hace un esfuerzo, como en casa a la hora de la cena de Navidad, y se acerca para entregar el aguinaldo que se reparte entre todos los servidores públicos. Bueno, todos no, que los políticos quedan fuera. Sólo faltaba.
La colecta va para los trabajadores de a pié y escritorio, aunque algunos privilegiados, nadie sabe muy bien por qué, piden su aguinaldo puerta a puerta. Los carteros entregan una estampita allí donde llevan cartas y telegramas, y los basureros hacen lo propio con el isocarro en las calles donde recogen los cubos de inmundicias. Hay otros que también se salen de la norma: el sepulturero y el maestro, a quienes las madres gustan de entregar en mano el presente. Están más considerados. Los barrenderos hacen causa común con el resto y de los poceros no se acuerda nadie. Es la gran cesta de la solidaridad. La Navidad de sonrisa amable concentrada en un serón de mantecados, roscos de matalauva, mazapanes y alfajores. También botellas de vino garrafero, anís y coñá de Rute, sobres que igual contienen algo más que tarjetas navideñas, y bufandas y gorros que depositan sobre todo las abuelas. Los niños, dibujos celestiales y algún muñeco roto. En llegando los Santos Inocentes aparece alguna que otra mierda de pega, y los petardos, que me dejan más sorda que los chiflidos de los guardias.
El gordo de la lotería ha pasado sin rozarnos. Como otros años, los bombos no se dieron por aludidos y ni a las participaciones del Cristo de la Buena Suerte, hermandad creada ex profeso por el desesperado administrador de loterías, le ha tocado una pedrea. Se ha corrido el rumor de que la campanada de este año, no las de las uvas, sino la de los regalos, la va a dar ese señor tan orondo como yo antes de serrucharme, que viste de rojo y lana con un gorro de dormir. Viene de donde el abeto, de las nieves más septentrionales del mundo conocido, e incluso imaginado, donde los mulos tienen cuernas y los trineos vuelan.
Me dice el abeto, que de esto entiende, que este santa, que por lo que se sabe no es santo pero hace milagros, este año sí que sí nos va a dar la alegría. Pero a mí, que soy tonel viejo y peana mosqueada, me da que hará lo de siempre. Mucho «Hoo,hooo, hooo», pero Nasti de plasti. Pierdan toda esperanza de que traiga un décimo extraviado de Logroño. Y, ya verán, ya, como pasado mañana sólo me aparecerá encima una caja de Coca Colas. De a litro, eso sí. Las que se beberán en verano mis guardias, en una sutil campaña de la oficina de Turismo para que regresen los norteamericanos de los dólares a desearnos Merry Christmas, comprarnos souvenires y beberse no cocacolas sino nuestras gaseosas, ligadas con Bourbon de Kentucky, que hasta al Dyc le hacen ascos.
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