Salgo por la mañana ayer domingo, cuando en media España tiritan de frío y juegan a pídola con los carámbanos, cuando aquí se me aparece una mañana cegadora. Y cálida. El mar juega a ser lámina, azul y a ratos un poco verdosa, y el runrún, o más bien el flash flash del agua casi me enjuaga los tobillos; o eso me parece, porque estoy sentado con los pies colgando bajo el paseo marítimo a la altura de la estatua de La Venus. Por encima de mi cabeza la gente pasea como en un bostezo, y yo me embobo
mirando al mar. Viéndolo ir y venir con la tranquilidad de los que bordonean su orilla. Respiro. Hay que entrecerrar los ojos aunque me he puesto las gafas de vender cupones. Todo transcurre lento, aunque no a cámara lenta porque los niños que se ven al fondo corretean y chillan con ganas. Como si los Reyes Magos les hubieran mangado los juguetes que les trajeron hace poco, y los padres salieran en su auxilio para recuperarlos. Pero los gritos llegan con sordina. Amortiguados. Nada se superpone al mecido de una mar en la que, en el horizonte último, ya se percibe una franja más intensa de azul. De azul oscuro, que indica viento. Más pronto que tarde desembocará el Poniente. Lo sabes, pero ahora todo está en calma quizá porque nada es lo que parece. Crudo invierno, dicen las isobaras, y aquí no se nota.
Cuesta un poco levantarse, que la agilidad de la juventud queda lejos y la torpeza se va adueñando de tus miembros y, quizá, de tu mente, que en realidad es lo único que te preocupa. Sin embargo, subes a buen ritmo las escaleras y los paseantes, que ya a esta hora demasiado tardía son muchos, charlan y miran al frente. Quizá al porvenir, quien sabe. Tú te enredas con el pasado, con el antes, porque hay que levantarse más temprano, a esa hora de malvas y brumas, en la que aún no se atisba Gibraltar. El horizonte diáfano en el que se ve hasta la costa africana es precioso, pero no tiene el encanto de los amaneceres tibios de luz. De los amaneceres en los que aún roncan los jureles y las gaviotas permanecen en sus cornisas. Hoy toca, no sabes muy bien por qué, tomarte un día de respiro. O, bueno, sí lo sabes porque en estas semanas pasadas todo ha sido precipitación y exceso. De abrazos, besos, felicitaciones y turrones lo que, tienes que reconocerlo, se ha hecho pesado. No hasta el punto de contrariarte, pero tanta celebración empacha. Por eso el cuerpo pide bajar el diapasón y dejarse llevar por la modorra. Parada y fonda en la lectura, te dices. ¿Por qué no?
El árbol está apagado pero sigue ahí, a la entrada del piso, como si no supiera que Oriente ya se fue. Que el cometa ya pasó. Este año optaste a última hora, igual para que no descubrieran que tienes alma de Grinch, por uno pequeño con las luces incorporadas. No era cuestión de ponerse a engancharle lamparitas. No sirves. Así que te acercaste al chino más hortera del barrio y compraste uno que creíste elegante. En el embalaje parecía un abeto nevado pero cuando lo enchufaste, el rellano se iluminó de gominolas. Aún así, por pereza, lo dejas encendido todo el día. Incluso de madrugada, cuando Bing Crosby acuna tus ronquidos aunque sueñes música de Marsalis.
Habrá que quitarlo, como el misterio que tu madre te conminó a poner, al que peregrinan en vez de camellos tortuguitas de madera de tu colección. Belén es tierra de milagros, pero no tanto. Te has propuesto parada y fonda de lectura, pero te equivocas. Echas mano del periódico y la vida sigue igual de malnacida. No era eso, no. Basta de incendios, bombas y muerte. Dejas de leer. Haya paz. Y la buscas en los fogones.
Un caldo, qué mejor. Verde, quizá. O no, mejor de pollo, que no hay ganas de cocinar. Tienes a mano uno preparado, de esos que se presumen abre fácil pero necesitan de tijera si no quieres ponerte perdido. Con ingredientes cien por cien naturales. Sin conservantes, ni colorantes. Sin gluten. Sin sal. Bajo en calorías. A fuego lento. Como nuestras abuelas. Ya. ¿Desde cuando nuestras abuelas cocinaban ollas tan quisquillosas? ¿Qué sopa no tenía un hueso añejo, una costilla, un cuarto de gallina, laurel, sal gorda, un chorreón de Montilla…? Otros tiempos. Con más chicha y más limones con los que rematarás esta desgracia de consomé. Pero bueno, algo calentito viene bien, que dicen que Manchuria se nos viene encima. ¿Qué tal unas espinacas? Te miras el bíceps ausente y te dices que sí, que más vale. Pero no. Mala suerte. No hay espinacas en el congelador. Hierves, sirves en un cuenco, pones la tele y sale un anuncio de chefs celebritieshaciendo bizcochos, o algo parecido. Sorbes el consomé, y te tienes que reír con este domingo que, a falta de espinacas, te deja una cara de acelga.
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