Ya no hay murciélagos en la cueva de Nerja, o eso le parece al visitante que se adentra en sus entrañas, que otros humanos hace unos 25.000 años ya sabían que era algo colosal. Los mismos humanos que en el Paleolítico pintaron focas en sus columnas y conocieron a pingüinos merodeando su entrada. Los murciélagos están, claro que están, pero no se les ve. Huyen del tráfago y de los focos ornamentales que tratan de desvelar al intruso lo imposible. Porque la grandiosidad de esta cavidad no tiene medida. Los murciélagos se refugian durante el día, cuando las visitas, en las Galerías Altas y Nuevas, inaccesibles salvo para los espeleólogos. Porque la cueva de Nerja que ven embobados los turistas es sólo la tercera parte de todo el conjunto. Nerja tiene pues su peculiar teoría del iceberg, solo que aquí son las estalagtitas y las estalagmitas las que, como los murciélagos, se ocultan en lo profundo. Sumergidas más allá de toda luz artificial conocida.
Hablan del embrujo de las cuevas. Es un lema recurrente cuando las citamos, pero cuando te adentras en la de Nerja, lo que prima es la fascinación. La fascinación por su inmensidad y su belleza. Los cinco chavales que la descubrieron en 1959 cuando iban a cazar murciélagos y decidieron explorar algo más el agujero del que salían, no tenían ni idea de la maravilla natural que se escondía bajo de la montaña. Casi todas las cuevas del mundo se han descubierto por una casualidad asociada a los murciélagos; más por la búsqueda de su guano, un abono fantástico que los labriegos utilizaban en el llano para sus huertos y sembrados. A la primera expedición, que fue con escoplo, martillo y linterna, le siguieron otras para alcanzar el cenit de lo subterráneo. Ante sus ojos se abrió una bóveda inmensa y fantasmal, que abandonaron precipitadamente cuando se toparon con dos esqueletos fosilizados. Uno correspondía a una mujer zurda, que murió de otitis con sólo 18 años. De otitis…
Se conserva en el museo de la cueva, producto de las excavaciones de los expertos que fueron parejas al delirio del descubrimiento. Las autoridades se apresuraron a explotarla turisticamente y apenas un año después, en junio de 1960, se abrió al público. Se buscó una abertura accesible para los turistas que se avecinaban, y la clave la dio un árbol de enormes raíces incrustado hondo en la caliza. Entre boinas y tricornios, a golpe de piqueta y explosivos, se abrió la entrada actual y se habilitó el recorrido con luces de colores.
¿Qué árbol sería? Por aquellas lomas se ven pinos, pero no me imagino uno con raíces tan profundas. Igual era un algarrobo, o quizá una higuera, como esas que, insólitas en su soledad, buscan agua entre las grietas de montañas de caliza. Me quedé con las ganas de preguntarlo el jueves pasado, cuando reviví la emoción de visitar la cueva de Nerja, donde aún te fotografían a la entrada. Como antaño. Adentrarse en grutas y cuevas, por más domesticadas que estén, sigue siendo un desafío. Oscuro. Incierto. Apabullante. El mundo subterráneo es otro mundo, que en teoría nos resulta ajeno pero que cobijó a nuestros ancestros. En la de Nerja, allá por el Paleolítico, los humanos la habitaban turnándose con las hienas en las estaciones más cálidas. Tenían una relación muy directa con el mar, al que se asomaban y del que se nutrían. En tierra, la dieta de cazador-recolector incluía conejos, aves, uros, caballos o jabalíes, y en el mar toda clase de peces,
moluscos y hasta focas. La habitaron desde los 25.000 a los 3.600 años antes de Cristo, o sea, Paleolítico superior, Neolítico y edad del Bronce.
Las pinturas de cabras, focas, caballos y aves son numerosas, como las esquemáticas, de trazos vivos y mayor simbolismo. Su grado de conservación es sorprendente. La mayor parte está en la zona turística visitable, pero los habitantes de la cueva se adentraron hasta más o menos la mitad de su recorrido —de cinco kilómetros de longitud— para dejar rastro de su arte rupestre en colores que van del rojo ferruginoso al negro del carbón. La investigación ha sido constante para conocer sus condiciones de vida y costumbres, con numerosos enterramientos y restos de industrias lítica y ósea. Hay mucho arte en esta cueva que también se utilizó como aprisco de rebaños cuando la vida tornó mas sedentaria.
Una cueva ya es de por sí una aventura. Habitada por humanos nos desvela claves de nuestro pasado más remoto. Pero una cavidad como la de Nerja impacta de una manera más directa. Más visible. Visceral. Por su inmensidad. Nerja es como una catedral gótica, con un flamígero invertido de estalagtitas y coladas que brotan del cielo. Tiene hasta órganos, un suelo frondoso de estalagmitas y una columna totémica, la más grande del mundo, con 33 metros de altura y un diámetro máximo de 8 metros. Todo gracias al goteo de la caliza disuelta.
Llovió leche de luna durante cientos de millones de años para hacer poesía de lo espectral. Magnitudes colosales en sus salas, como la del Cataclismo, formada hace 800.00 años en un brutal terremoto. Te sientes ínfimo. Una pétrea cura de humildad. Pero disfrutas de la inmensidad, lo que no tiene precio. Les animo. No dejen de sobrecogerse por una vez en la vida con la inmensidad del universo bajo la tierra, con el milagro de tocar el cielo bajando a las profundidades. Aquí al lado, en Nerja.
Miguel Nieto es periodista y miembro de Marbella Activa. El Dardo en La Palabra es su colaboración semanal en Onda Cero Marbella.
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