Todo el mundo ha notado que en Marbella estamos de feria. Los de aquí, por la bulla que todo lo engalana o que, según los desafectos, todo lo desguaza. Y los de fuera, por los atascos, que si ya son de órdago apenas iniciado el verano, suben un peldaño de tortura con los cortes y los desvíos de tráfico de estos días. Mañana es San Bernabé, fiesta local, y en un extraño giro del calendario también final de la feria. A estos vaivenes nos tienen acostumbrados todas las autoridades municipales que en el tiempo han sido.
Ya casi nadie recuerda que San Antonio era uno de los días grandes, si no el que más en cuanto a jolgorio, ni tampoco la gira a los pinares de Guadalpín, una merendola en la que se implicaba todo el pueblo, o la cohetada de los gigantes y cabezudos, la atracción más esperada por la chiquillería. La feria eran cuatro días, aunque hubo tiempos de desmesura. Llegó a tener nueve o diez y, si no me falla la memoria, por los setenta, alcanzó las dos semanas.
Pero más allá de la duración o de las fechas de la celebración, si en algo ha habido vaivenes por San Bernabé ha sido en los emplazamientos. Y en su sentido. Tenemos una feria volatinera y, claro está, desprovista de su contenido inicial. A nadie se le escapa que ya no hay muestra de ganado, en sentido estricto la feria, y que sólo quedan las fiestas. Antaño el epicentro era la plaza —cuando los naranjos no estaban ni se les esperaba—, que se cerraba con tablones para unas domésticas corridas de toros, en las que se montaba alguna grada, y también se soltaba una vaquilla que mareaban los más arrojados.
A principios del siglo pasado, los testimonios gráficos la sitúan ya en el paseo de La Alameda. Llegó allí antes, en el último cuarto del siglo XIX, un desembarco asociado a la empresa minera que construyó el muelle de hierro. El Ayuntamiento consiguió dinero con la venta de los terrenos, en lo que ahora sería la Avenida del Mar, y los destinó a embellecer el Paseo de la Alameda. Las fotografías muestran a los marbelleros ataviados con sus canotiers y gorras de faena en una feria donde había carreras de cintas, piñatas, verbena y elección de la reina y damas de las fiestas. Esa fue la tónica general en aquellas décadas donde, a la par que la ciudad crecía, la feria se expandía. Y buscaba espacio. En los años sesenta se dio el salto a la Avenida, donde muchos recordarán los coches de choque, los puestos de tiro al blanco —muy celebrado el que retrataba la buena puntería —, los corros de las patás, el látigo y las imprescindibles barquitas, con tanto éxito que se quedaban toda la temporada veraniega. Las fiestas de Marbella se desarrollaban en lugares públicos. Pero conforme el turismo demostró que era un gran invento y empezamos a crecer desmesuradamente, todo se salió de madre y difícil se hizo buscar sitio. Anduvimos de prestado por el extra radio.
Por ejemplo, cuado se montó por encima del Albergue África, en Miraflores, en las parcelas pendientes de construcción. Cada año más al norte hasta que, con los últimos bloques, hubo que emigrar a otra zona en expansión: Molino de Viento. Años setenta.
Se repitió la misma historia: instalada allí hasta que el préstamo de terrenos fue imposible porque todo se urbanizó. Solución de emergencia, y sin embargo bien acogida, fue embutir la feria en la avenida de Nabeul y en el embovedado del arroyo de la Represa, aún terrizo.
Ya en Democracia, cuando la mayor parte de las casetas eran de partidos políticos y asociaciones vecinales, surgió la Feria de Día, un retorno a las raíces, a la fiesta en las calles y plazas con la Alameda como eje. Tal fue su éxito que hubo que reconducirla, constreñir barras y bulla, y cerrar a una hora prudencial para no competir con la de noche. O sea, dos recintos. La nocturna saltó, de nuevo de prestado, a los terrenos de la ampliación de La Cañada y de ahí a los actuales, que proponen adquirir para un real permanente. Ahora. Allí. Y ustedes que lo vean.
¿Necesita nuestra feria volatinera echar raíces en un recinto permanente? ¿Resulta imprescindible? ¿Nos gastamos el dinero en enmarcar el jolgorio cuando no tenemos una mala covacha donde montar un museo de la ciudad? Algo he oido, nada formal, sobre que el Ayuntamiento piensa comprar los actuales terrenos, un emplazamiento que no gusta a casi nadie pero que, visto lo visto, es lo único que queda antes de pedirle asilo a Ojén («Una parcelita, por favor»). Dicen que será un espacio polivalente. Daría vergüenza dejarlo baldío cuando decayera la jarana. Pero todo está en el aire, al albur de la casualidad y de los futuribles tan usuales en este equipo de gobierno ¿Creen que van a consultarnos que nos parece? ¿Se dignarán, San Bernabé sabe cuándo, en explicarnos qué rumian?
Asocio las ferias de la infancia a un redoblado tiempo de felicidad. La memoria igual me falla pero para mí que no había ni colegio, que nos daban vacaciones. Hoy, sólo San Bernabé. Mañana festejamos al patrón, que yo confundía con un evangelista cuando es apóstol y mártir. Lleva una palma y no una pluma de escribir muy grande, de ahí mi equívoco. Patrón por casualidad porque en su día, en 1485, los cristianos tomaron la ciudad y por eso aquí los gigantes son los Reyes Católicos y los cabezudos, la morería. Por si no se han dado cuenta. Tan causalidad como en Logroño, que lo festeja también por heroicidades de 1521. En fin, mientras hilvanan los farolillos del futuro, sigamos con la celebración, que a San Bernabé, un chipriota incidental, le cogimos cariño de inmediato. Aunque no tanto como para bautizarnos con su nombre. En Marbella hay más Antonios que Bernabés. Y que Bernabelas, ni les cuento.
Miguel Nieto es periodista y miembro de Marbella Activa.
El Dardo en La Palabra es su colaboración semanal en Onda Cero Marbella.
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