Recuerdo que en el colegio mayor de Madrid les llamaban marciales a aquellas películas del Oeste, más malas que el propio malo de la pantalla, que se proyectaban los sábados. Si no tocaba una del Oeste, por más penosa e insufrible que fuera, el personal se cabreaba. Supe que les llamaban así, marciales, por Marcial Lafuente Estefanía, ese prolífico autor que publicaba unas novelitas, que cabían en el bolsillo de los vaqueros, y que hicieron furor en la España de las telenovelas. Y eso parecían las películas, telenovelas con tiros. Serie B, se les quedaban corto.
Sergio Leone hizo mucho daño al género del western justo por haber filmado obras maestras como ‘La muerte tenía un precio’ o ‘El bueno, el feo y el malo’, en las que reinterpretó las películas del Oeste cuando brillaban supernovas como John Ford, Howard Hawks o Anthony Mann. Encima Leone puso a Clint Eastwood de protagonista, y a Morricone a la batuta, que se inventó bandas sonoras con silbidos, armónica y ocarinas frente a las épicas de mucha corneta, violines y tambores. El problema fue su éxito. Y el problema añadido que a todo italiano con un tomavistas y una cantimplora le dio por venirse al desierto de Tabernas. Quedó inaugurado el subgénero de los espagueti western.
Los ponen ahora, descoloridos de tanto repetirlos, a eso del aperitivo. Les confieso que, las veces que como temprano, haciendo tiempo para los informativos, me engancho a este suburbio cinematográfico. Confieso —¿Quién lo iba a decir en un cinéfilo ilustrado?— que me los estoy bebiendo. Da igual que los coja empezados, allí me hallo, destripando sus defectos y su tosquedad. Conocidas las penurias con las que se rodaban, enjuicio sus fantasmadas con ternura. Y me lo paso pipa. A fin de cuentas, son cine. Y cercano. Y exitoso.
Porque estos subproductos son impagables. Igual se trata de un retorno a la infancia porque casi me veo levantando el culo de la silla del cine de las chinches para ovacionar la llegada del séptimo de caballería, que malamente supera los siete jinetes y que más parece una brigada de ferroviarios a caballo. Sí, pero ¡Qué caballos! y ¡Qué jinetes! Se nota que filmaron en el Sur. Menudos caballos, esbeltos y poderosos. No sólo el del bueno, indefectiblemente blanco. Hasta el del malo, que por necesidades del guión corre más lento, es un corcel brioso. Y los de los forajidos, igual. Galopan sin forzar la manivela de la cámara rápida, imprescindible en los westerns americanos. Tanto cowboy, ni leches. En Almería, todo el mundo, incluidos los indios o los mejicanos, galopan como si fueran Atila.
Rendido al discreto encanto de los espagueti westerns a esta edad donde todo Bergman, Chabrol, Fellini, Kubrick o Coppola me sale por las pupilas, ¿Quién lo iba a decir?. Pero, verán, me explico: ¿Cómo no enamorarse de estas películas que mueven a la compasión? Donde el protagonista es un rubio de bote, ojos de turmalina, alzas en las botas y un chaleco hippie cosido en Nijar. ¿Cómo no adorar a esas heroínas italianas de melenas de gorgonia, mayormente pelirrojas y con un maquillaje de ojos que parece egipcio, como si todas fueran Nefertiti o la Callas en Nabuco? Trágicas Cleopatras de mirada intensa, con cinturita de avispa y escote generoso. Y esos primerísimos planos, y los montajes psicodélicos, y la música a bofetones.
¿Cómo no arrobarse con esos argumentos tan predecibles? El bueno, el malo y el feo, que en los espagueti se cambió por el tonto, un payaso deudor de la comedia del arte. Los italianos se trajeron el género americano por antonomasia a su terreno, que era el nuestro: de las praderas infinitas de Arizona a las ramblas almerienses.
Los decorados, ¿para qué contarles?. Pueblos de cartón apuntalados con listones, indios con cara de haber nacido en Lanjarón y bandidos mexicanos mañicos, como el impagable Fernando Sancho, que aparece en cientos de películas. O esos guiones sin besos apasionados, ni escenas de cama —que había que hacer taquilla para todos los públicos—, pero con la protagonista enseñando muslo por estratégicos desgarros de la falda. ¡Y qué guiones!, donde se podía decir que el malo era «tan rabioso como un puerco espín» y quedarse tan a gusto. Sutilezas. Dominaban la sangre de invernadero y la insólita puntería de revólveres de feria. Había tan pocos extras que no pocas veces el enterraor también pilotaba la diligencia. Con el tiempo hubo presupuesto para dobles pero, si se fijan, en estas pelis la emprenden con los protagonistas. Los mamporros suenan como disparos, los disparos como tirachinas y los muertos la palman como actores del cine mudo.
He aprendido a no reírme de estas ingenuidades de los westerns de espaguetis con ketchup. Son, a su modo, cine. Antes las películas se hacían así. Antes, recuerden, éramos así: torpes, pobres, atrevidos y desvergonzados ¿Por qué no reivindicarlas? Lo pasas bomba. Me encantaría ponerle nombres a los artífices, pero me cortan los créditos. En televisión, siempre nos hurtan los créditos. Me ofusco, pero… menos mal que enseguida llega Curro Jiménez, y lo arregla todo. Que aparecen más caballos lustrosos y otro caricato, ese Algarrobo cuyos mamporros te reconcilian con el mundo. Con el que, en realidad, también es tu mundo… peliculero.
Miguel Nieto es periodista y socio de Marbella Activa. El Dardo en La Palabra es el programa donde interviene semanalmente en Onda Cero Marbella.
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