Siempre me han dicho que las sábanas formamos una gran familia. Que descendemos de aquella primera que los Lumiere colocaron en el Salón Indio del Grand Café de París. La primera sesión de cine, un día de los santos inocentes de 1895, a la que tan sólo asistieron 33 personas, número redondo que tanto gusta a los otorrinos. Yo soy una sábana de largo recorrido. Me han cambiado mucho de ropaje, pero en el fondo sigo siendo la misma sábana. A poder ser blanca, lo que no siempre lograban, y necesariamente estirada para que ninguna estrella de cine saliera con las arrugas que ahora con tanto empeño disimulan. Ahora a los actores los tensan como antes a mí en las barracas de feria. No hay más que ver los festivales que les ha dado por hacer.
Un día de estos tendrán que explicarme que tienen que ver los cabezones sordos, los osos peludos, los leones dorados, las palmas plateadas, las conchas sin perla, los titos Oscar con los Lumiere, Meliés o Segundo de Chomón; con ese cine que atrapaba los sueños en un haz de luz que sonaba como una máquina de coser. Las sábanas nunca nos hemos llevado bien con las alfombras, menos con las rojas que pisan endomingados que parlotean, posan, muestran dentadura y se pirran por subir al estrado para felicitarse el árbol genealógico. Al completo. Pero son los tiempos que corren y no seré yo, una pantalla de pueblo, quien les enmiende la plana. Digo… el plano. Pertenezco al mismo mundo, sí, el del cine, pero parece que nací en otro. En otro mundo o en otro cine. No sabría decirles.
Mis viejos me contaron que al principio, cuando lo de las barracas de feria, el cine era mágico. El haz de luz se abría paso entre toses y humo de tabaco, y las fotografías cobraban vida: obreros saliendo con prisa de una fábrica, una locomotora que se echaba encima del gentío sin lamentar desgracias personales, o aquel jardinero que acababa empapado con su propia manguera. Ya entonces se pusieron los cimientos de las películas de susto, de las comedias de carcajada batiente y, bueno, también de las infantiles, que en el primer pase del cinematógrafo salía un niño al que daban el potito
El cine era mudo y con letreros. Como mucha gente no sabía leer, hubo que inventarse los Explicas que comentaban la acción y simulaban los sonidos del portento del cohete que aterriza en el ojo de la luna de Verne, del chirrido del ataúd de Drácula, de los platillos volantes de los marcianos, de los puñetazos de pelo en pecho de King Kong o de los gritos de Tarzán.
Yo heredé tiempos similares. El cine era una fiesta. Una emoción. Echo el foco atrás y recuerdo aquellos cines de verano con sillas de anea y chinches, con el suelo tapizado de cáscaras de pipas y tufo a Zotal.
Se meaba en una pared con una tubería de plomo agujereada que no desaguaba la peste. El proyector tenía alma de minero, y el sonido lo estornudaba un sólo altavoz, tan grande como la caja de cambios de un tractor. Los caballos del malo siempre corrían menos y las Mirindas —el tesoro— las enfriaban con barras de iceberg tras una barra de lata.
Por mí desfilaron policías chiflados persiguiendo a los cacos, un vagabundo con bombín y zapatones, otro con cara de palo y locomotora, romanos con sus espadas de madera, héroes de cuadrigas y tablas de la ley, indios de brocha gorda y pésima puntería, el espadachín del antifaz y la zeta, sheriffs solos ante el peligro —que están en los cielos— o las bellas de ojos tristes y boca entreabierta. No sé cuánto de romanticismo queda del cine que viví. Me gustaba ver a los espectadores desde mi lado de la frontera. Yo me sentía el espejo que reflejaba su mundo, al que se asomaban curiosos, embobados, ávidos e inocentes como si el verano no se fuera a acabar nunca. Como si siempre fuera el 42.
Soy una pantalla de pueblo, así que ya me han arrumbado. Pero me siento inmortal porque nadie puede robarme los sueños que les he regalado. Vengo de cuando el cine era la mirada hecha luz. Una película atesora el inmenso poder de hipotecar el tiempo. Ese es mi cine. Me aseguran que, más allá de fastos engoyados, mantiene el encanto de los primeros días. Bueno, algo de esperanza queda. Me gustaría pensar que mi mundo, el del cine de las sábanas blancas, persiste. Que el milagro no se acaba cuando el haz del proyector graniza los créditos. Me gustaría creer que perdura, sobre todo cuando tras la proyección la sala queda en un silencio como el de las nubes al descolgarse. Cuando el público se aferra a sus butacas, hipnotizado por lo que ha visto en mí, en la pantalla, sin ganas de retornar a la realidad que aguarda afuera. Una vez me dijeron que el cine sustituye la mirada de los espectadores para que puedan ver un mundo más acorde con sus deseos. Ojalá mantengan los ensueños de esta su sábana donde, a la postre, habita el horizonte. Lejano. Si quieren, infinito. A 24 latidos por segundo.
Miguel Nieto es periodista y socio de Marbella Activa.
Este artículo forma parte de la sección de El Dardo en La Palabra en Onda Cero Marbella.
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