¿Cuantos propósitos de año Nuevo han abandonado ya? Sean sinceros, que más duele hacerlos que romperlos. A ver, ¿Cuántos compromisos se les han desinflado como globos de feria después de la traca final? ¿O se les han quedado blandengues como esos caramelos de cabalgata de reyes que parece que los reparten ya caducados? ¡Sí!, ya se que tratan de evitar que los Reyes Magos y su cohorte de pajes y maniseros nos descalabren, pero esas golosinas gomosas tienen poca pinta digerible. No sé, da la impresión de que van a pegarse al cielo de la boca como lapas. Conozco a varias personas —no se imaginan cuanto de humanas las personas éstas que conozco–—a las que lo de ponerse a dieta con el nuevo año les ha durado justo hasta el roscón de Reyes. Imaginen lo firme que era su intención de no tomar un dulce después de la última campanada que, pasada la cabalgata, andaban como locos tras un roscón, a ser posible con crema, nata y fruta escarchada. Un rosco impostor, que los de toda la vida son macizos y sin relleno. Además, lo de evitar el haba es cosa del día después; de merienda, que yo recuerde. Se ve que el síndrome de abstinencia no lo cura una semana mogollón de sacarina.
Yo, para qué mentirles, no me planteo esas penurias hasta agotar existencias. Me quedan roscos de vino, mazapanes, bombones y turrón como para empalmar con la Semana Santa. Ni por asomo voy a permitir que las tabletas de Jijona se pongan duras antes de que lleguen los pestiños ¿Y si hablamos de lo de apuntarse al gimnasio? ¿O de lo tiranía de los 10.000 pasitos tamagochi? ¿O de esos arrebatos de verdurita y paso atrás? ¿O de la penitencia legumbrera y de beber agua como un dromedario, como ésos que ya no aparecen por Reyes? Mejor lo dejamos. Los febreros están repletos de músculos en cuarentena y de michelines tan blandos como los caramelos de cabalgata. Y no pasa nada. El mundo sigue. Rodando, claro. Los buenos propósitos duran poco; o se desbaratan pronto; o se olvidan sin el más mínimo disimulo. Viene a ser lo mismo. Es cuestión de tiempo. Como todo. Se dice que no hay que tenerle miedo al tiempo pero ¡Cómo no va a dar canguelo si el muy hijo de mala madre se nos escurre! Se supone que inadvertidamente, pero de eso nada. El tiempo mengua porque el reloj siempre marca las horas, por mucho que se enfade Antonio Machín.
Con el nuevo año escribimos un episodio más de una novela con argumento incierto. Una novela de intriga que nos descoloca porque siempre pasan cosas inesperadas. Si no hacemos carrera ni de los personajes que nos van saliendo al paso, ya me dirán de lo que acontece. Los buenos propósitos —como las buenas intenciones y mejores deseos— no dejan de ser una forma de reescribir la historia sobre la marcha, en un intento de redimir al protagonista. Se puede caer en la tentación de escribir con la letra más pequeña, en renglones sin apenas espacio, apurando los márgenes pero no sirve de nada. Alguien o algo vendrá a darnos carpetazo. Como al mundo éste, repleto de aristas por limar y de barro por esculpir. O por escupir. Demasiado lodo que llevarse a la boca. Y para esta dieta tampoco hay tregua. El péndulo del tiempo se parece más al del pozo de Poe que al del reloj del anticuario, que vive en la otra acera. La que queda lejos. El péndulo viene y va en un rito hipnótico cuyo único sentido parece ser confirmarnos que el tiempo pasa. Que se nos pasa y se nos arruga como piel de sapo. Va y viene mientras tenga cuerda y alguien, o algo, engrase la maquinaria. Y, no se hagan ilusiones, no tiene pilas.
A veces pienso que quizá la única manera de ganar tiempo al tiempo sea ampliar el espacio. Estupideces que se me ocurren cuando sueño con Einstein y tengo pesadillas. Bueno, ya que no podemos alargar el tiempo ¿Qué tal si estiramos el espacio en el que vivimos? No se trata de aritmética, de vivir más sino de existir mejor. Si se fijan, el único territorio donde podemos establecer fronteras es el ético. Es cuestión de voluntad y sensibilidad. Depende de cada uno ampliarlo y de todos difuminar los aranceles. Lo triste: es justo el que más descuidamos.
Este mundo necesita espacios morales diáfanos, que son los que engrandecen una existencia. Una civilización ¿Cómo recuperamos, ensanchamos esos espacios éticos que, a fin de cuentas, son sinónimo de vida? Pues habrá que repensar esta tierra. Lo que hacemos y dejamos de hacer sus gentes a sus gentes. Las ideas no se miden por el espacio que ocupan sino por el tiempo que perduran ¡Tenemos que encalar de paz esta tierra! Tal como trota la Historia no parece fácil, pero es imprescindible. La justicia, la que sí es de este mundo, no admite demoras. Los inocentes, tampoco. No pongamos a dieta esta tierra, huérfana de dulcedumbre. No olviden que, a la postre, los michelines nos hacen personas más confortables.
Miguel Nieto es periodista. Este artículo forma parte de su colaboración en Onda Cero Marbella ‘Con el Dardo enLa Palabra’
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