Matías no era tan mayor pese a lo que evidenciaban las arrugas de su cara. Tampoco ayudaba a calcularle la edad su mirada cetrera, como de alimoche en celo, con la que jugaba al escondite con el resto del mundo. Matías era reservado y hablaba poco. Sus vecinos lo tenían por hombre cabal y muy viejo. Salía a pasear lo justo, y se manejaba bien por las calles chamuscadas de su pueblo. Los años parecían pesarle más al cayado, que sacaba a pasear porque, si no —decía—, se le ponía testarudo. Tuvo varios perros. Todos chuchos. Ninguno le sobrevivió y los enterró todo lo cerca que le dejaron del camposanto. Los quería a mano, para cuando le tocara chulearle a la parca unos aguardientes. Matías, el patriarca de Fregenal del Valle, era de los que oía llover pámpanos y apenas levantaba la ceja. Pero de eso hacía demasiado.
El pueblo, y la comarca toda, sufría una sequía zarrapastrosa. Cuatro años ya, que dejaron los sembrados como esteras y las acequias como muda de culebra. La fuente de la plaza hacía tiempo que no sabía lo que era un renacuajo. Quedaban pocos pozos que tuvieran agua y en las casas en las que aún había se oía, de cuando en cuando, el lamento de los cubos al estrellarse contra el fondo. «Cuando la lata gime, poca agua» —decían los mayores, unos pipiolos frente a un Matías que gastaba barba de sanedrín. Hasta el alcalde sacó un bando para prohibir que se regaran las alcachofas, y el cura tocó a rebato de rogativas. Matías no se inmutaba con estos desvaríos. Llovería cuando tuviera que llover. Y llovió. Pero le supo a poco.
Llovió un día de noviembre cuando hasta los lagartos habían perdido toda esperanza. Todos sacaron tinajas, barreños, cubos y jofainas para recoger agua. Matías no. Se asomó a la puerta y sonrió. No fueron muchos días y, tromba, lo que se dice tromba, no descargó ninguna pero en el pueblo lanzaron las campanas de la iglesia al vuelo en cuanto se formó el primer charco. No era para menos: hasta las piedras tenían sed.
El temporal volvió en enero con todos sus avíos: truenos, relámpagos, ventolera y una humedad de merengue. Matías, ajeno al alborozo general, no se dio por aludido. Ni cuando al segundo día, con la montaña metida en agua, los sembrados se hicieron barro y el arroyo que pasaba por entre las huertas cantaba futuras siembras. Hacía falta más agua —en eso estaban todos de acuerdo—, pero hablar del tiempo en la barra del bar ya había dejado de ser un suplicio.
El jolgorio del agua era contagioso, salvo para Matías que, asomado a su puerta, miraba al cielo con desgana; casi se podría decir como aburrido. «¡Qué sabrán éstos!» —murmuraba, y se volvía a la mesa camilla, donde pasaba las horas muertas frente al bodegón con una escena de caza colgado en el salón. Una pintura enorme, en la que varios escopeteros posaban con las piezas cobradas, aún con los ojos bien abiertos. Como si estuvieran vivas.
Matías, ahí donde lo ven, era una eminencia en cosa de aguas; no en vano en sus ratos libres ejercía de zahorí. No pocos pozos y manantiales detectó, y los lugareños lo sabían: si Matías seguía cejijunto, indiferente al renacer de los regatos, es que aún no había llovido lo bastante y sobraban los brindis al sol, que seguía ausente. El cielo había cogido carrerilla al final de un invierno distópico en el que hasta fresas le brotaron a la Josefa en su tiesto. Matías, sin embargo, seguía a lo suyo con su bodegón. La indiferencia del zahorí escamó a sus vecinos que comandaron al cura, no fuera que en su ensimismamiento con el cuadro de las perdices Matías no se hubiera enterado de que corría agua a raudales. El cura lo encontró olfateando las perdices del cuadro, como si estuvieran vivas. «No me diga nada padre, que sé a que ha venido, no me diga que los regatos van reventones, ni que los caños de la plaza lanzan agua a presión; ya lo sé, y bueno está que así sea, ¿Pero ve este muro detrás de cuadro? ¿Ve que hasta chorrea? ¿Ve que ya se alumbra la verdina por las esquinas? ¿Lo ve?». «Sí», —dijo el cura, que no entendía de qué iba el acertijo. «Pues eso es agua. Mucha agua, pero no la suficiente. Vaya y dígales a sus feligreses que aún es poca, que no se confíen, que el tiempo anda sarraceno y hasta que mis perdices no lloren de alegría, hasta que le caigan lagrimones, no me quedaré tranquilo ¿Lo entiende?». «Bueno… creo que sí: hasta que no salga agua por los ojos de las perdices ¿no?…»—señaló el cura. «¡Eso mismo» —sonrío Matías. «Ya las tienen brillantes, pero hasta que no lloren, que nadie le quite los candados a los botijos».
Miguel Nieto. Periodista y socio de Marbella Activa.
El Dardo en La Palabra es su colaboración semanal en Onda Cero Marbella.
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