Os recordamos que el plazo de admisión de relatos para la VI edición de nuestro concurso de relatos termina el 31 de marzo y que tenemos nueva temática “Los años 60”. Os dejamos aquí el relato “El Callejón” que obtuvo en la pasada convocatoria el tercer premio, una obra de Juan Manuel Merchán.
En la fotografía la portada del libro publicado por Marbella Activa donde se encuentra la recopilación de los diez relatos finalistas, incluido El callejón que ha servido para ilustrar Los relatos del 18. Todas nuestras recopilaciones las puedes encontrar en Amazon tanto en versión electrónica como en papel bajo demanda.
El callejón
Todos los que me querían bien me lo tenían avisado: ¡No te acerques al callejón por la noche, Damián! Yo sabía bien por qué. Todos los niños, secretamente, habíamos espiado de lejos la entrada al callejón. Era una ele mayúscula que desentonaba en el dédalo alrededor de la Iglesia de la Encarnación. Allí moraba, al amparo de la oscuridad, la sordidez, la suciedad y la atmósfera asfixiante provocada por la ciénaga de miradas resbaladizas de los transeúntes. Y luego aquellos hombres. Todos entraban transidos, embozados, sigilosos, desconfiados. Nunca vi a ninguno salir. Sólo entrar. De día, aquellos edificios ruinosos daban pena, los enormes desconchones mostrando impúdicamente el ladrillo rojizo, pardo o ennegrecido por el moho que se ocultaba bajo las innumerables capas de cal viva. Muchos de los cristales de las ventanas estaban rotos, y se veían flotar hilachos descoloridos de lo que fueron en otros tiempos visillos o cortinas. Las aceras acumulaban suciedad ancestral arremolinada por el viento en esquinas estratégicas o en lugares donde tal vez las oxidadas cercas de los parterres hacían de imán para las bolsas de plástico y los papeles. Luego llegaba la noche. Y de noche la calle se convertía en selva, en laberinto, en vórtice, en caverna.
-Si entras, los seres que pululan por ese inframundo no te dejarán salir sin sacarte hasta las entrañas. Son insaciables.
-Las advertencias sobran. ¡Ya no soy un niño, joder!
-Vale, vale. No te pongas así. Pero avisado quedas, “adulto”.
-El mes que viene cumplo dieciocho. Entonces tendréis que dejar de darme la tabarra.
Por aquel entonces, yo estaba en COU e iba al instituto Sierra Blanca. Me quedaba la mitad tercer trimestre todavía por echar para adelante y pasaban los días con la lentitud propia de cuando no se quiere que pase el tiempo para luego, justo al final, acelerar su imparable marcha hasta producir vértigo.
Un día, Eulogio se me había acercado a la salida de las clases:
– Esta noche voy a entrar en el callejón, ¿te apuntas?
Mi mirada le bastó como respuesta. Me miró unos segundos fijamente, se encogió de hombros, se dio la vuelta y se largó. Nunca más volví a verle. Nadie se preguntó por qué había dejado de ir a clase. Nadie llamó a su casa para ver si estaba enfermo. Ningún profesor preguntó por la causa de sus ausencias. Sólo yo sabía lo que le había pasado, y me temblaban las piernas cuando lo recordaba.
Tiempo atrás, un aún desconocido Eulogio se había topado conmigo en un recreo. Me acababa de dejar marcar un gol por el más torpe del equipo contrario, Segis “el cabezón”, algo imperdonable. Segismundo Redondo era un tarugo con menos coordinación motriz que una ameba, y con una cabeza que “provocaba eclipses”, según los compañeros. Era al que siempre elegían el último al formar los equipos. Sin embargo, ese día me había despistado y había sido inmisericordemente desterrado al ostracismo de no volver a jugar en una semana, por lo menos. Me echaron del campo. Me alejé con mi cabreo y mi ceño fruncido hasta toparme con él. Al principio no dijo nada. Yo tampoco. Nos quedamos quietos uno frente a otro. Miré hacia atrás con recelo. ¡No faltaría más que me relacionaran con el nuevo, el bicho raro! Entonces, Eulogio me habló.
–¿Has estado alguna vez en el callejón?
-¿Qué?
– Si hombre, has tenido que oír hablar del callejón. No te hagas el tonto.
Yo me hice el tonto, aunque el rubor en mis mejillas dijera lo contrario, porque nadie hablaba de aquel tema. Nos lo tenían prohibido, era tabú. Finalmente, estallé.
–¿Por qué no me dejas en paz?
– Vale, vale. Ya te dejo tranquilo, simpático. Creí que eras distinto.
Eulogio se alejó despacio, indolente, y yo me quedé con las ganas de decirle que sí, que no era como los otros, que lo que no quería eran malos rollos con el resto de la clase. En fin, que no quería ser distinto. Pero lo era. No sé si me hubiera entendido.
Dos meses más tarde, el curso ya había terminado y yo andaba esperando la “selectividad”. Salí una noche a dar una vuelta para despejarme. La Plazuela de San Bernabé, donde yo vivía, estaba llena de gente. Me puse a andar bajo el tímido frescor de los sauces que bordeaban el Arroyo de la Represa. El calor acuciaba durante las horas de sol y apenas cedía su empuje con el anochecer. Después de un rato, no sé a santo de qué ni de dónde demonios me vino aquella loca idea a la cabeza, pero se convirtió instantáneamente en fijación. Dejé de pensar para que mis pasos me llevaran hasta la embocadura del callejón, a los aledaños del infierno. Y allí me planté. Tal vez albergaba la efímera esperanza de volver a ver a Eu. Tal vez sólo quisiera saciar una curiosidad malsana que nacía del tuétano de mis huesos. El plan no preconcebido consistía en entrar deprisa y con precaución hasta casi el final de la calle y darme la vuelta corriendo y mirando hacia los lados a la vez, grabando con la cámara de mis ojos lo que se ocultara tras aquellos lóbregos portales. Me cagué de miedo de pensar siquiera en tropezar y caerme, o en que me salieran al paso las sombras y me rodearan, impidiéndome la huida. Seguí planeando la incursión, contemplando todas las posibilidades y buscando posibles salidas a posibles contratiempos. Al fin, estuve preparado y tomé aliento. Allá iba.
En cuanto penetré en las sombras descubrí las borrosas siluetas de los habitantes del callejón. Al principio sólo observaban atónitos e incrédulos mi carrera. Luego, algunos empezaron a moverse inquietos y con ganas de abordarme. El pavor fue ralentizando el ritmo de mis zancadas hasta detenerlas. El plan no había funcionado. Ni llegué hasta el final, ni me respondieron las piernas para huir. Me quedé petrificado viendo acercarse a uno de aquellos seres sombríos. Una catarata de pelo azabache le cubría media cara y el hombro izquierdo. Todo su cuerpo parecía cubierto de charol negro. Cuando estuvo a medio metro se detuvo. No tuve valor para reaccionar y ella -lo supe por la brecha de carmín que se abrió sobre su barbilla- aprovechó para desarmarme.
-Si te vienes conmigo te como hasta las entrañas…
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