Los pies se le quedan atrás. Son los recuerdos que no quieren andar y volver a su mente. Permanecen en su casa cálidos y olvidados porque con ellos vuelven la nostalgia y la melancolía. Se niegan a avanzar.
Su voluntad es firme y decidida. Empuja la silla metálica con una intensidad solo viva en su corazón porque el cuerpo no le acompaña. Se agarra a los mangos como náufrago al salvavida. Las manos le sudan más que cuando cogía la azada para mover la tierra a las tomateras. El huerto vuelve a u mente y el despierta una sonrisa y una melancolía a la vez. Es una nube pasajera y veloz que lo mismo aparece que desaparece. Pero el bordillo lo despierta y paraliza. Es un precipicio enorme que las frágiles ruedas se niegan a abordar. Cierra los ojos y empuja como si diera un salto mortal de imprevisibles consecuencias. Mejor bajar que subirlo se dice mientras da el salto. Al otro lado le espera una muralla. Descansa y resopla. Escalar una muralla es más difícil que lanzarse al abismo. Son dos pruebas para este jinete sin caballo -con caballo metálico- y sin resuello. Pero su voluntad lo puede todo. Nada se dijo de los cobardes y acerca la silla que parece echarse para atrás asustada. Sus dedos cadavéricos se cierran con rabia, aunque sabe que después le costará abrirlos por la artritis que recorre cada uno de sus huesos. Un huésped incómodo que se niega a irse. Pero no va a echarse para atrás.
Solo ante el peligro, la película pasa como un flash por su mente -siempre le gustaron las películas del oeste porque al contrario que la vida real el bueno siempre gana-. La cuidadora ecuatoriana se ha quedado en casa ayudante a su parienta. Lo logra, con dificultad, pero pasa. El sillín cuarteado es una tentación que rechaza. No puede rendirse.
Las baldosas están en rebeldía. Levantadas unas, otras rotas son una yincana -prueba a superar- que hace que la silla trote como un potro en la pradera. Trotan también sus huesos, pero está acostumbrado. La mirada fija en la acera las va detectando una tras otra. Difícil sortearlas. Las aceras son un mapamundi de cacas de perros, manchas oscuras de chicles, y papeles y latas tiradas. Prefiere no mirar porque no quiere enfadarse. Es un paseo relajante, se repite.
Más complicado son los alcorques de los árboles – ahora convertidos en ceniceros- que estrechan la acera ya de por si demasiadas estrechas. Las ruedas laterales se hunden en la tierra y saltan de nuevo sobre las baldosas. Nunca entendió porque hay tanto espacio para los aparcamientos y tan poco para los peatones. Menos mal, piensa, que todos son compresivos con su andar. Hasta los cochecitos de niños que se apartan con una sonrisa de sus mamas, lo mismo que lo que vuelven de la compra.
Tengo que llevar una cara de sufridor, se dice, para que todos me comprendan y ayuden o será que despertamos lo mejor del ser humano. No sé si serán muy sanas estas caminatas persiguiendo la silla pero siempre mejor que hundir el culo en el sofá dormitando todo el día. Las ideas van más rápidas que sus pies.
Llega finalmente a la plaza. Pocos bancos pero no le importa. El asiento de la silla es una solución para descansar y pasar unas horas con los compadres Esta plaza ahora en invierno soleada ofrece una recacha donde calentar los huesos doloridos. Será imposible cuando el sol aprieta y ya no puedan refugiarse bajo los inmensos plátanos orientales que cubrían la plaza. No sé qué daño le harían -se repite una y otra vez- para asesinarlos. Han desaparecido los gorriones y la sombra. Prefiero no hablarlo más con mis amigos porque es como la política y la iglesia mejor no tocarlos para no crear enfrentamientos. Descanso un rato y a casa.
Rafael García Conde. Ex-concejal
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