El relato de la autora Ana Eugenia Venegas cuyo título es ‘Despensa de Anguilas’ se convirtió en la obra ganadora de la VII edición del Concurso de Relatos Marbella Activa con la unanimidad de los miembros del jurado. Sin saber, debido a las circunstancias, cuándo podremos hacer entrega oficial de los premios queremos compartir con vosotros el relato ganador. Adjuntamos el relato junto con la portada del libro recopilatorio que estamos editando y cuya ilustración, realizada por la diseñadora Marta Lima, se inspira en dicho relato.
Despensa de Anguilas
Hay un hombre tirado en la orilla. Las olas mojan sus zapatos. Está muerto sin duda. La noche es oscura. Ya era oscura. Está ahí, inerte, el hombre, y lo he matado yo.
Las piernas no me responden, los bastones de caminar están clavados en la arena, son el armazón de hierro de mi estructura. El hombre sigue muerto. Me temo que el hecho es irremediable. Miro hacia la senda litoral, donde están las farolas, su luz no llega hasta aquí. El camping abandonado ya no me parece fantasmagórico. El horror está concentrado en el hombre muerto y el hilo que estableció conmigo. También en la química del miedo que segregué y en la posibilidad creada porque yo tenía un arma, dos.
Camino hacia atrás, huyendo del muerto y huyendo de mi con el muerto. Lenta como un perezoso consigo poner en funcionamiento los músculos de mi cuerpo. Mis zapatos aplastan los granos que gritan lo que pueden. Salgo de la arena y miro desde la baranda de madera. Dos eucaliptos me dan cobijo. Desde allí miro la orilla. Casi no veo el bulto. Si pasase alguien dudo mucho de que se diera cuenta de que hay un muerto, un muerto que he matado yo.
Decido caminar, el deporte lo cura todo, caminas y piensas, y tu cuerpo se pone a lo suyo y deja de ser tu enemigo. Pie izquierdo bastón derecho, sin que el bastón me adelante, sin que me adelante, pie derecho bastón izquierdo, las piernas se estiran, la rodilla izquierda vuelve a dolerme, no mucho, lo de siempre. Camino y camino y las mimosas me hacen sentir un aprecio por lo bello que me inquieta pues no sé si este es el momento apropiado para lo bello. Hay un muerto, pero también hay mimosas, aunque no estén luciendo su color amarillo en toda su luz porque es de noche. Pero sé que son espléndidamente amarillas porque todos los días hago este tramo de la senda que me lleva a la Torre del Cable. Y sé que son amarillas y sé que son muchas, y sé que impresionan con su bruma algodonosa que afecta a la digestión del paisaje.
A la altura del antiguo Funny Beach, decido dar la vuelta. Me vuelvo. La idea de acercarme al lugar del miedo ralentiza mis piernas. Las siento lastradas por una bola negra de hierro, una bola como la de los presos con pijamas a rayas de los comics de mi infancia. La infancia, ya no está. Lo que hay es un hombre muerto, lo he matado yo. Me pregunto, como el fiscal de mi propio caso, como la parte acusadora, si yo hubiera podido evitar lo ocurrido esta noche. Quizás cuando me lo encontré en la pasarela sobre la autovía. Ya me inquietó. Me miró como si yo fuese comestible. El “hola, buenas noches” que me hubiera humanizado se me quedó atorado por el miedo entre la glotis y el esternón. Me reduje con magia de jíbaro cuando pasé junto a él y aceleré el paso para huir. Demostré ser un animal-presa. O quizás, sí, mejor, esto no hubiera ocurrido si al llegar de mi trabajo me hubiera puesto a cocinar el almuerzo de mañana en vez de salir a hacer ejercicio de noche. Ha sido culpa mía.
Con paso mucho menos firme que en sentido contrario transito el kilómetro escaso que me separa del lugar, el lugar donde hay un hombre muerto que he matado yo. El paseo está solitario de noche, solo me adelanta un corredor, es un habitual que prepara la Media Maratón. Va concentrado y lleva sus auriculares puestos, apenas me mira, aunque me hace un gesto con la cabeza, la ladea ligeramente. Yo fuerzo la sonrisa con la que le respondo siempre. Está muy delgado, su cara es aguda, sus pasos son largos, altos y fáciles, su estado natural es fugaz. No lo detengo ni le cuento ni le pido ayuda, sigo trastornada, como si no fuese yo.
Huelo la estela del corredor y me concentro, pie izquierdo bastón derecho, barriga dentro, espalda recta, cabeza erguida, como si un hilo de acero cimentado en ella tirara hacia arriba. Respiro, el aire entra un poco a trompicones. Me esfuerzo porque sea fluido. Entra y sale, despacio. Empieza a regularse según las exigencias de mi paso. Ya no veo al corredor, pero cada vez estoy más cerca del lugar.
Paro entre los dos eucaliptos, de nuevo protegida. El hombre sigue ahí, muerto, tirado en la arena, pero como disminuido. Las olas llegan a su abdomen, la barriga cervecera que empieza a ser isla por inundación me obsesiona. Con ella me acorraló contra la madera. Recuerdo su olor a eses resecas. Vomito. Vomito con cuidado para no manchar la madera. Arrojo por encima de la barandilla, buscando la arena. El corredor está de regreso. Se para y se preocupa por mi estado. No mira ni una sola vez hacia el hombre muerto, el que he matado yo. Le cuento una milonga. Me he puesto a hacer deporte con el estómago lleno, una imprudencia, otra. Se va. Lo que no se ve no existe.
Me acerco acartonada a la fuente de los perritos. Consigo beber un poco y limpiarme. Esa barriga me obsesiona y la miro “hipnoaterrada”. Ojalá desapareciera la barriga. Ojalá desapareciera el hombre muerto. Ojalá estuviese dormida y me despertase. Me siento en la arena delante de las casetas de los aseos, resguardada de las miradas de los que no pasean a estas horas. Rezo, rezo asustada, desesperada, culpable, esperanzada. Si sigue subiendo la marea puede que desaparezca, que desaparezca el hombre muerto, el hombre que he matado yo. Lo que no se ve no existe. Ojalá.
Me toco la frente, torturada. Me podría haber escondido entre las mimosas, haber saltado la barandilla del paseo y haberme escondido dentro de las plantas, o quizás bajo la misma tarima de madera. Podría haber gritado. No sé si alguien me hubiera oído. Tal vez grité, o lloré, no sé, lo que recuerdo es que lo empujé, me lo quité de encima, aunque me cogió por la sudadera y consiguió arrancármela de un movimiento. Lo dejé allí con mi sudadera y mi espanto en su mano. Corrí hacia los eucaliptos. Sé que hay tres formas de enfrentarse a los peligros que nos viene de nuestro cerebro más animal, hacerse el muerto, huir a toda velocidad y enfrentar la pelea con fiereza adrenalínica. Yo he utilizado dos de estas formas, he huido y me he enfrentado y ninguna ha sido premeditada. El horror me ha dirigido.
Estoy sentada en la arena. Las piernas estiradas. Los bastones a los lados. Miro las puntas. No aprecio rastro de sangre, ni de humor vitreo, ni de masa encefálica. La arena sirve para limpiar. Cuando era pequeña íbamos a pasar el día al río y limpiábamos los utensilios del almuerzo con arena y agua. Un primer lavado que al llegar a casa se completaba con estropajo y lavavajillas. Lejía. Con lejía voy a limpiarlos si alguna vez llego a casa con ellos. Por si acaso, los hundo en la arena y los restriego para desposeerlos del horror, de glóbulos rojos y de carne.
Cada vez hay más silencio. Ya nadie pasea ni corre por la senda litoral. Me levanto. Tengo el culo helado. Sin perder de vista al bulto salgo de la arena y me siento en un banco junto a los eucaliptos. Los perros del camping no me ladran. Soy como de la familia. Tirito, ¿dónde habrá ido a parar mi sudadera?, me levanto y camino unos cincuenta metros, hasta el acceso a la playa donde recibí la segunda acometida del hombre muerto, del hombre que he matado yo. Está sobre las adelfas. La sudadera está sobre las adelfas.
Me reconforta el grueso algodón y me pongo la capucha. Por un momento dudo. Quiero irme a casa, darme una ducha caliente, dormirme y despertar con un sol tan amnésico como yo. En vez de eso, me recuerdo corriendo con la gasolina del pánico. Tengo que salir de la luz, esconderme en la oscuridad. Corro, me meto en la arena. Huyo hacia mi sitio seguro, mi refugio a orilla del mar. No me puede ver. No grito, si gritase el primero que me oiría sería él. Prefiero morir a que me toque, pero yo no quiero morirme… Me recompongo. Meto las dos manos en el bolsillo canguro de la sudadera, me reconforta. Más abrigada regreso al lugar y los bastones unidos a mí por la cinta de las muñecas se arrastran. Saltan de tabla en tabla por la senda litoral en un ruido casi ferroviario.
De nuevo hacia el horror. Fijo mi mirada en el sitio donde está el hombre muerto, el hombre que he matado yo. Me aproximo y espero que su cuerpo se me haga visible según me acerque. Cada vez veo peor, esta miopía es una herencia analgésica. Lo que no se ve no existe. Ojalá. Pero ocurrió. Lo tengo tallado en las paredes de mi espanto. Estaba en la orilla. Había llegado a la orilla como empujada por un motor de ocho cilindros alojado en los dorsales. Creí que a salvo. Pero no, no estaba a salvo. Sus zapatos aplastaron los granos de arena que gritaron lo que pudieron. Alerta. Músculos duros como hielo. Me volví. Con la fuerza de la velocidad que traía él y la fuerza del instinto que traía yo, clavé en su estómago el bastón izquierdo y en su ojo izquierdo el bastón derecho. Cuando se produce una colisión entre dos trenes el destrozo es tremendo y el momento de resistencia en el que se rompe la piel, la grasa, los músculos y otros órganos es casi imperceptible, es un instante que anticipa la penetración en el cuerpo, luego, fluidez. Como cuando cortas un bizcocho, la corteza está resistente, luego, te adentras en la espuma.
El hombre no está, no está el muerto, o no está muerto. Fantaseo con la posibilidad de una pesadilla nocturna. Bajo a la arena, despacio como un gato en plena estrategia de caza. Me acerco a la orilla. No, el hombre no está. La pleamar se lo ha llevado, pero sigue estando en mi área de influencia. Ahora flota. Se mece golpeado suavemente por las olas, como en un entierro vikingo.
Salta el Levante. Viene con fuerza. Despierta mi cara y la limpia. Me enreda el pelo, aún más. Frescachón. El mar levanta olas de espuma. La barriga navega hacia el oeste. Ojalá contacte con la corriente que pasa por el Estrecho de Gibraltar y que es billete directo hacia el Mar de los Sargazos. Todos los años miles de anguilas suben a ese transporte que las lleva de luna de miel hasta ese lugar de desove. Este hombre muerto podría hacer el viaje con ellas, podría ser la despensa para ellas. Ojalá.
Ya no lo veo, ya no está el bulto, no está. Por fin me voy a casa. Las cintas de los bastones de caminar siguen en mis muñecas. Me unen a ese armazón de hierro que ha formado parte de mi estructura esta noche. Camino de vuelta por la arena, por la senda litoral, por el acceso a la senda litoral, hacia arriba. El hombre que vive bajo las tablas ha vuelto. No lo sabía. La Cruz Roja lo llevó a un refugio durante las lluvias y los fríos. Lo conozco, siempre lo saludo. Él solo me contesta cuando es capaz de fijar su vista en mí. Es temprano. Tiene la calma del que ha pasado la euforia feliz de la heroína, la calma antes del dolor y los temblores.
—Buenos días —le digo con temor. Y me sorprendo porque me mira, porque me mira y porque me habla y porque le oigo decir con el eco de los grandes profetas:
—Lo que no se ve no existe.
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