Adela Cortina Orts es una filósofa española, ganadora del Premio Internacional de Ensayo Jovellanos 2007, catedrática de Ética de la Universidad de Valencia y directora de la Fundación Étnor, Ética de los negocios y las Organizaciones Empresariales.
Adela nos recordaba ya hace años el concepto que Thomas S. Marshall aportó de ciudadanía. Esto es un extracto de su artículo publicado en El País escrito en 1.998. Es curioso y triste a la vez que, pasados más de veinte años, sus conclusiones sigan vigentes, no solo porque exponga problemas todavía actuales sino porque su propuesta, sus argumentos u otros parecidos, no se escuchen en el Parlamento y, si se escucharon, se apagaron, porque supongo que la verdad (o la justicia) no vende y como no vende no la defendemos. Particularmente me parece excelente su reflexión final y que he destacado en negrita.
Es ciudadana aquella persona a la que en su comunidad política se reconocen y protegen, no sólo los derechos civiles y políticos, sino también los «económicos, sociales y culturales». Un Estado social de derecho está obligado a tratar a sus miembros como ciudadanos sociales, necesitados de libre expresión, asociación, conciencia y participación, pero más, si cabe, de alimento, vestido, vivienda, trabajo y cuidado y sobre todo de oportunidades de empleo.
Estas exigencias han venido siendo razonablemente satisfechas en nuestro país (y en muchos otros) y hemos dado grandes pasos (universalización de la enseñanza, sanidad, cobertura por desempleo, jubilación, etc.). Sin embargo, estas elementales exigencias están en cuestión. El Estado de bienestar está en crisis por múltiples razones. 1) El Estado nacional y europeo es demasiado pequeño para resolver problemas que requieren soluciones globales, (y ha abierto la puerta de una globalización que ahora cuestionamos). 2) El pleno empleo, imposible en tiempos de paro estructural, y 3) la división sexual del trabajo (aunque hemos roto barreras, sigue siendo un motivo de preocupación y ocupación).
Por si fuera poco, esta forma de Estado ha generado un tipo de ciudadanía pasiva, acostumbrada a esperarlo todo del «Estado-providencia», incapaz de apercibirse de que una «ciudadanía pasiva» es una contradicción en los términos.
En criticar la noción de una ciudadanía pasiva coincidimos casi todos. Los liberales porque la pasividad es lo contrario a la iniciativa y a la competitividad, y que Europa perderá todas las bazas económicas y culturales si la pueblan ciudadanos pasivos; los socialistas democráticos saben que el sueño marxiano de justicia consistía en que cada persona percibiera según sus necesidades, pero que trabajara según sus capacidades.
Parece que todos estamos de acuerdo en que una ciudadanía social activa, debe ser exigente de sus derechos, pero igualmente dispuesta a asumir sus responsabilidades. Sin imaginación creadora, sin iniciativa, sin cooperación y colaboración, mal puede una sociedad atender las necesidades de todos sus miembros, sobre todo de aquellos que son más vulnerables.
Frente a la apuesta de privatización que reclaman los sectores neoliberales, que reducen el Estado de bienestar a una red residual de seguridad para los pobres de solemnidad y frente a quienes insisten en mantener y engrosar el Estado de bienestar con subsidios más costosos, está la vía que promueve un contrato entre el ciudadano y el Estado, que se sustenta sobre dos pilares: el trabajo de los que pueden trabajar y la seguridad de los que no pueden hacerlo. La cultura del subsidiado y del parásito ha de sustituirse por la de la responsabilidad y la cooperación, el «bienestar» pasivo por el «bienhacer» activo.
En un Estado social de justicia los ciudadanos responsables son conscientes de que esa justicia es también cosa suya, prestos a crear uno y otros esos puestos de trabajo que el español no rechaza por pereza, sino que no puede asumir porque no existen.
Ciertos sectores han vivido y viven de la prebenda, eso es cierto. Pero una gran cantidad de españoles, entre los que cuenta un angustioso número de jóvenes y de gentes mayores de cuarenta y cinco años, tiene cerrado el mercado de trabajo, no digamos el de un trabajo estable. Y, sin embargo, el derecho a un trabajo remunerado es uno de los que figuran en esa idea de ciudadanía social que se compromete a proteger nuestra Constitución al tener a España por un Estado social de derecho.
A veces la pereza no la tienen quienes no quieren trabajar, que son pocos, sino quienes no quieren esforzarse por crear empleo estable, aunque flexible. No carguemos a la cuenta del «bienestar social» lo que es una elemental cuestión de justicia.
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