Son las 9 de la mañana, de hace unos meses, estoy desayunando en la terraza, cuando diviso en el horizonte del barrio una bandera pirata ondeando libre al viento, negra, con la calavera blanca riéndose del mundo y las dos tibias cruzadas como una amenaza. Esa mañana sopla un levante furioso de modo que la risotada pirata parece una burla sarcástica. En ese momento no sé que pensar, con la boca llena de muesli y la mano derecha asiendo la cuchara sopera mi única reacción es un movimiento bobo de la mano izquierda, de incredulidad. Sonrío a la calavera, y busco en qué azotea o balcón de la ciudad está colocada. La torre de los bomberos. Los bomberos han izado una bandera pirata en lo más alto de su torre roja de metal, por la que suben y bajan corriendo para hacer ejercicio. Y donde, por lo visto, colocan banderas piratas.
Los bomberos de Málaga llevan en guerra contra el Ayuntamiento unos cuantos meses, diría que más de un año ya, y parece que va para largo. Desconozco los motivos exactos de su lucha, pero el caso es que me caen bien, me solidarizo con ellos; levantar banderas piratas como señal de lucha a estas alturas de la Historia puede que no esté bien visto, incluso se puede ver como algo ingenuo, pero tiene mucho de romántico y, por qué no, también de heroico. Se levantan banderas de todo tipo hoy en día: el arco iris de respeto, esteladas de odio, barradas de todos los colores o blancas de paz, algunas enormes que cubren gradas de estadios, o diminutas que flamean en mástiles de veleros abandonados, pero no banderas negras con una calavera tuerta y sonriente.
Y desde entonces la bandera pirata de los bomberos de Málaga también me sirve para controlar el viento, de un rápido vistazo: Terral, Levante, Poniente o Sur. Y cada mañana es un punto oscuro en el horizonte cercano, recordatorio de que aún hay Dignidad, de que un grupo de trabajadores públicos han decidido levantar una bandera para que ondee en lo más alto de su Honra. Y estoy convencido de que no la arriarán hasta que no ganen la guerra. Me caen bien estos piratas del siglo XXI que no van a dejarse el pellejo por un botín, solo levantan su bandera para salvar su honorabilidad, y de paso nuestra vida.
La Existencia es una fiesta a la que no hemos sido invitados y a la que, a pesar de todo, venimos para dar vueltas y más vueltas sin sentido, como en una rueda de molino, como hamsters dentro de una jaula de laboratorio. Sin saber realmente a dónde vamos, si es que vamos a algún sitio, unos se dedican a intentar cambiar el mundo (tarea imposible, porque es la misma rueda de molino), los hay que se apuntan a, o se inventan, una religión que le dé sentido a tanto absurdo. Muchos, buscando la felicidad ante la perspectiva de tanto giro, se dedican a acumular coches, casas y artefactos, que resulta que no les satisfacen pero sí les endeudan. La mayoría crean una familia sin saber realmente lo que hacen (y se llevan las manos a la cabeza cuando la suegra salta a la rueda de molino), además están los hamsters que con cada vuelta se cargan de un motivo más para odiar a los demás.
Pero también los hay que deciden bajarse de la rueda y sentarse en una esquina de la jaula a contemplar la Existencia. Pueden ser solitarios silenciosos y pacíficos, o ideólogos sin ambiciones monetarias, algunos simplemente mordisquean una avellana con lo ojos cerrados, otros leen algún libro de filosofía budista, o izan una bandera pirata porque sí, porque ya está bien, hombre.
Llevo años haciendo amigos entre los que se han sentado plácidamente a observar, a sonreír, mientras escuchan el ronroneo de la rueda de la Existencia. Uno de ellos, zen, se obstina en ir al trabajo en bicicleta aunque llueva, mientras pedalea va ideando otra ciudad más amable, y se lleva a su familia de viaje en una autocaravana azul, encantado de la vida. Otro, comunista, sale de su casa andando, y andando con toda su ligereza corporal sube a una montaña de mil metros de altura sin darse cuenta, todo para contemplar como planean las aves, a las que señala y nombra una a una como si las conociera en persona. Y tal y como ha subido se baja, con una planta en la mano y tan contento.
Otro amigo se dedica a escuchar con atención mientras sonríe, practica el estilo de mariposa con la facilidad de un pez volador sobre las olas del Mediterráneo, tres veces en semana meditamos juntos haciendo largos en la piscina, y además le da tiempo de cuidar de sus viñedos ecológicos en una montaña kárstica muy cerca del cielo. Y claro, es feliz.
Tengo un amigo que no tiene deudas, sus posesiones le caben en la mochila y vive de lo que gana cada día apostándose en la entrada del supermercado del barrio, preparando los carritos de la compra para los clientes que entran y le dan una moneda, y de paso le echa un ojo a mi bicicleta. De vez en cuando hablamos de literatura, le encanta Delibes y Cela. No necesita más, para qué. Tener un amigo que no posee nada me da perspectiva.
Y finalmente están los amigos que no me conocen. Esa señora austriaca de melena negra tan cuidada y ojos azules como estrellas que, este verano pasado, nos sirvió un café caliente con un “kuchen» casero de hojaldre con albaricoques a la orilla misma del Danubio, cuando pasábamos con nuestras bicicletas junto al garaje trasero de su casa, a punto de romper una tormenta muy negra. “You will see”, ya veremos, me contestó con toda la calma cuando le pregunté algo angustiado si creía que la tormenta empezaría antes de que llegáramos a nuestro hotel a varios kilómetros río abajo. Nos tomamos el café contemplando las colinas de viñedos del valle de Wachau en la otra orilla del río. Felices.
Leo Sidran me acompaña todas las tardes mientras va decayendo el día. Con su jazz sutil y su voz mansa envuelve el salón cuando escribo o simplemente cierro los ojos para imaginar historias o recordar viajes. Es insuperable con su Take it all y su Speak to me in Spanish. Se consumen sus notas a la vez que los muros de la sierra del Torcal, en la lejanía, se sumergen en la oscuridad de la noche. Se aprecia la lealtad de estos amigos invisibles.
Y por fin está ese grupo de amigos tan desconocidos como leales, esos atletas uniformados que suben y bajan escaleras a la carrera, salvando vidas a riesgo de la suya, que se han erigido en símbolo del orgullo por el trabajo que hacen, en símbolo del amor propio y ajeno. Amigos que nos hacen sentir vivos cuando izan banderas pirata en lo más alto de sus torres rojas. Pero sobre todo, gracias a ellos, vemos de dónde soplan los vientos.
© José María Sánchez Alfonso. Málaga, Octubre de 2018
Gracias por tu comentario Antonio, bajarse de la rueda de molino requiere hacer un esfuerzo por crearse tiempo y espacio para reflexionar, para respirar, para observar la naturaleza. Un abrazo amigo.
By: José MaríaEsta vez te has superado amigo José María. Enhorabuena por este maravilloso relato. Esta lleno de dignidad y sentido común. Estas virtudes son cada vez más escasas en una rueda de la existencia donde cada vez hay más insensatez y miedo. Es cierto, hay que bajar de esa rueda mareante que no deja de ver la realidad y lo que de verdad importa. Estoy seguro que si todos subiéramos a las montañas para ver las aves volar nuestra existencia sería más con la realidad y con un mundo mejor. Gracias amigo por este gran relato.
By: Antonio Figueredo Navarrete.