
Estoy hecho un mar de nubes. De dudas también, pero de un tiempo a esta parte mis pensamientos vagan entre las nubes o, si quieren, entre nebulosas. Despegados de la tierra. También desapegados de esta tierra que se considera firme pero que a la vista está que no lo es. La tierra que pisamos y habitamos se ha convertido en un terreno quebradizo, vulnerable, impredecible. Supongo que siempre ha sido así, pero ahora se percibe más. El mundo, que es otra manera de definirlo, tiembla más de la cuenta y tanta sacudida no pronostica nada bueno. Igual deberíamos pararnos a pensarlo porque en cualquier existencia lo que cuenta no sólo es el presente. El pasado se nos fue y el futuro igual se nos escapa. Y no debería porque es ahora, en el presente, cuando podemos arreglar las cosas, cuando debemos sembrar algo de esperanza en un horizonte entre tinieblas, que no se sabe muy bien quien las fabricó. ¿O sí? ¿No sé? Todo son preguntas que colgar en el vacío. A ver si florecen y paren respuestas.
Conjeturar sale gratis, pero duele. Igual por eso me subo a las alturas, donde la gravedad pesa menos. La gravedad de las cosas que pasan. Entre vapores de agua sin cristalizar intento tomar algo de perspectiva y entender el mundo. Bueno, eso es mucho pedir. Mucho soñar y no estamos para siestas. No ahora, que llueve sordo y el sueño es esquivo ¿Les cuesta dormir? ¿Se meten nubarrones en sus sueños? ¿Alguna pesadilla? A estas alturas certezas hay pocas, salvo la de aquella impactante fotografía de un planeta que habíamos bautizado mal, como dijo el astronauta. Somos más agua que tierra. El planeta se veía —era— azul. Precioso. Y frágil. Pero la revelación dio para filosofar un rato y se quedó en un póster colgado en los departamentos de Astronomía de las universidades. Casi como una viñeta recortada de un cómic.
Lo bueno que tiene estar hecho un mar de nubes es que compadreas con los cumulonimbos, tipos avezados en interpretar lo que pasa abajo. Pero cuando les pregunto no saben explicarme por qué el mundo, el nuestro, está sumido en una tormenta permanente. No saben de aranceles, ni de guerras, ni de muertes. Tampoco son capaces de medir el odio, el hambre o la injusticia. Ni el desánimo. Se manejan en una escala meteorológica y por eso me dicen, un punto afligidos, que nuestra tormenta permanente tiene mala pinta. Que no deberíamos jugar a ser dioses del universo porque quien juega con cataclismos se levanta sepultado. Como en Gaza, pienso yo. Y Yahvé, que anda cerca del sol, con el ojo triangular entrecerrado, me dice que sí, que no tenemos remedio y que vamos a peor. Y así, asustado, me descuelgo del mar de nubes al mar de dudas. Mala pinta.
Esquivo como puedo tanto satélite en órbita y me acuerdo de aquella predicción científica de que en unas pocas décadas, cuando miremos al cielo, no sabremos distinguirlos de las estrellas. ¿Será verdad? ¿Tantos hay? ¿Caerán sobre nuestras cabezas? ¿O antes nos destriparán misiles de crucero? No lo sé. Según otra predicción, en pocas generaciones dejaremos de ver las estrellas porque la contaminación lumínica nos cegará. Rememoro fotografías nocturnas, hechas desde alguno de estos cacharros, que muestran un planeta negro repleto de luciérnagas. Artificiales. Sobre todo en las costas, que parecen un serpentín de bombillas de carnaval. Pero la luz está muy mal repartida. O eso me parece ¿Más vale así? ¿Quién quiere luz en todas partes? ¿Quien quiere un mundo electrificado? ¿Con alta tensión? ¿Quizá electrocutado antes de que iluminemos los desiertos?
Conforme desciendo me acuerdo de Julio Verne, cuando desde su globo, una nube con canasta que el viento llevaba a su antojo, el mundo lucía bonito. Colorido y bien humorado de aventuras con poca sangre. ¿O no? ¿Eso era sólo en las novelas? ¿Era menos violento el mundo de entonces? ¿De cuando el humo y las fábricas a vapor? ¿De cuando los sudores de sol a sol?. No lo sé. Veo gente levantando fronteras y enarbolando banderas. Alguno traza senderos de gloria que más parecen trincheras. ¿Trincheras para más batallas? ¿No basta con las que hay?. Algunos protestan. Rayas en el agua, que de nada sirven. Conforme bajo y me acerco el mar ya no se ve azul, sino verde. Verde musgo, que no esperanza. Si el verde, como dicen, es el color de la esperanza, mal vamos porque el verde se quema. O lo quemamos. La Amazonia es una pira y la tundra un brasero. A nadie parece importarle.
Dejo las nubes arriba y aterrizo. Pido a los cumulonimbos algo de la templanza que no poseen, algo de ayuda, pero me gritan que no hay granizo suficiente para sofocar tanto incendio. Que allá nos las apañemos con nuestras tormentas y tormentos. Con las ganas de matar. Con los líderes carismáticos que fabrican tablas de la ley con sus reglas. Y por más que miro a Trump no le veo cara de Charlton Heston, aunque se crea Moisés. Miro y veo ojos que no oyen, bocas tapiadas y oídos que ladran ¿Así como vamos a entendernos? No parece que esta Babel de ladrillos de odio aguante mucho. Gandhi se nos fue sin remendarnos. Algo me dice que la tierra colapsa. Suenan violas en el mar de nubes ¿Hay luz al fondo de la duda? ¿Ustedes que creen?
Miguel Nieto es periodista y miembro de Marbella Activa. El Dardo en la Palabra es su sección dentro del programa de Onda Cero ‘Más de uno Marbella’.
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