Si Nuño de Villafañe levantara el yelmo, se quedaría perplejo a la vista de su molino de Guadalpín. Los Reyes Católicos le concedieron en el siglo XVI su construcción, y le nombraron contador de gente de a pie y a caballo, con el cobro del quinto
real por transitar el puente. Nuño se asombraría mucho de cuanta gente de a pié, desconocida y sin caballería alguna, ha trabajado en su molino y en el puente para dejarlos francos, limpios y visibles. Porque no han sido siervos de la gleba sino voluntarios los que han lustrado sus antiguos dominios. Y, seguramente, como alcalde perpetuo de la ciudad que fue se asombraría muy mucho también de que su homónima y sus huestes no hayan movido un dedo por adecentar estos rincones. Por librarlos de la ruina del olvido. Tanto bullicio no ha generado diezmo alguno, pero sí un rédito que seguramente le era desconocido: el orgullo de ciudadanía. Un sentimiento difícil de cuantificar.
No sé si conocen la noticia, pero no debe pasar desapercibida. Un grupo de vecinos, voluntarios, entre los que se encontraban desde ecologistas a alumnos de institutos, se han pasado varios fines de semana desbrozando y limpiando de matorrales y basura toda la zona. Vestigios del pasado preindustrial devorados por la vegetación, tanta que casi los ocultaba, como si de las primeras pirámides mayas se tratara. Menuda cuadrilla de amantes de la naturaleza y del patrimonio se conjuró para sudar la gota gorda. Primero recuperaron el molino, edificado tras la conquista de la ciudad. Sacaron de allí toneladas de desechos hasta dejarlo visible y visitable. Dentro se conservan las muelas, de cuando el molinero Magaña, su último propietario, cobraba a los agricultores su maquila de grano. Después, cientos de voluntarios le metieron mano al puente. Las fotografías del antes y el después no engañan. De un estado penoso, ahora aparece diáfano y transitable. Se puede contemplar su hermoso ojo desde desde las riberas del arroyo
Pero lo de Guadalpín es sólo el segundo capítulo de este arrebato de orgullo ciudadano. Primero se fijaron como objetivo desbrozar la ermita de Los Monjes, totalmente olvidada e infestada de vegetación y oprobio. Fueron otros duros fines de semana de trabajo a los que había que acudir equipados como zapadores con guantes, tijeras, hachas, sierras o escardillos propios.
La ermita de Los Monjes se construyó en el siglo XVI. Está enclavada, casi incrustada en un lugar insólito. Era un templo con veneración popular. Tuvo viñas, huerta en sus bancales y hasta un horno de cal. Buena falta le haría ahora, que sus piedras se descuajan. Dos ermitaños fueron los últimos en mantener, hasta 1761, el culto a Nuestra Señora de la Soledad de la Sierra. Qué titular tan premonitorio: Soledad de la Sierra. Luego pasó a De las Angustias. Las actuales. Los Monjes amenaza ruina y nadie se da por aludido salvo gente de bien que hace quince años inició su limpieza. Nada menos que en el 2010, unos cuantos —dieciséis posaron en la foto final— desbrozaron la ermita y su entorno para denunciar su abandono. Siete semanas les llevó. Pronto la maleza volvió a cubrirlo casi todo. Ahora han vuelto a la carga, pero ya son un pequeño ejército contra la desidia y el olvido.
Los Monjes. El Molino. El Puente. Guadalpín. Al Ayuntamiento de Marbella se le debería caer la cara de vergüenza. Al Ayuntamiento de Marbella, que hace mutis por el foro demasiadas veces, en demasiados asuntos, que sean los ciudadanos quienes adecenten el patrimonio debería abochornarle. En condiciones normales, que los ciudadanos se interesen por sus monumentos, sus yacimientos, sus señas de identidad sería motivo de orgullo para cualquier ayuntamiento. Lo sería si, claro está, se sumaran desinteresados a las labores del propio Ayuntamiento; si ayudaran en la tarea de concienciar y preservar el patrimonio común. Si echaran una mano, como cuando se pide colaboración para efectuar una repoblación de árboles. Pero no es el caso. En Marbella tienen que ser los ciudadanos quienes cubran las obligaciones del propio Ayuntamiento. Quienes se preocupen por los muros que se caen y la yedra que los sepulta. Quienes expliquen su importancia y clamen por su decadencia. Los que hagan el trabajo sucio con sus manos limpias.
Nada relacionado con el Patrimonio parece normal en Marbella. Y parecería mentira si no fuera porque es verdad que la historia de Marbella se reivindica desinteresadamente por sus gentes. No por la Administración, sino por sus administrados. Son los ciudadanos los que asumen obligaciones municipales. Las autoridades, a lo sumo, se limitan a dar permiso a estos iluminados. ¡Qué cosas, irse a desbrozar y a limpiar monumentos! ¡Menuda ocurrencia! La desidia con la que nuestros mandatarios se manejan con estas urgencias es algo más que frustrante. Es penosa. Y nunca hay presupuesto. Tampoco parece que ganas. ¿Nos hemos acostumbrado? ¿Se da por sentado que el cuidado de nuestro patrimonio compete a quienes les duele? ¿A esos grupos comprometidos que dedican su tiempo y esfuerzo, sin maquinaria alguna, financiados de su propio bolsillo, a limpiar de matas y mugre piedras venerables? ¿Tan panchos nos quedamos? ¿Tan panchos se quedan Cultura, Medio Ambiente, Obras…? Pues parece que sí. Ahí siguen, a verlas venir, silbando a lo Luis Aguilé, que es una lata el trabajar.
Miguel Nieto, es periodista y miembro de Marbella Activa. El Dardo en La Palabra es su colaboración semanal en Onda Cero Marbella.
Fotografías de Francisco Javier Moreno.
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