La aceitera de acero inoxidable centellea al sol matutino que se va colando, furtivo, entre los visillos de la cocina. El salero y el pimentero, souvenir de unas remotas vacaciones en la sierra de Ronda, ponen una nota de color sobre el estante, compartiendo espacio con el tarro de la harina, el rollo de papel de aluminio, el libro de las 1.080 recetas de Simone Ortega y un catálogo de vinos nacionales de 1994. Completan el cuadro las numerosas libretitas de bolsillo que has ido rellenando – con mucha dedicación, con una caligrafía infantil y algo trémula – con recetas culinarias escritas al dictado de las hermanas, o de las cuñadas, algún recordatorio de tus consultas médicas, efemérides varias y los vales de descuento del supermercado local. Sobre la encimera, tus gafas de ver de cerca, las pastillas para la tensión y el monedero ajado con cierre de hebilla donde solía deslizar mis clandestinos dedos, de tanto en tanto, para atrapar una moneda de cien pesetas.
Para cigarrillos, aunque tú sueles simular que nunca te percatas de mis sisas.
Me siento a la mesa, desmelenada, salvaje y descalza, esperando que el perro empuje la puerta con el hocico en cualquier momento y apoye sus húmedos belfos en mi camisón. Sin embargo, entras tú primero con tu brío habitual y el animal te va a la zaga, festejándote por toda la cocina. Estás tan elegante vestida de domingo que esos zapatos ortopédicos para ir a misa no te hacen justicia.
Tu cocina, que es mi sitio favorito de esta casa por elección propia y tu sitio preferido por tradición familiar, se inunda de tus efluvios de jabón de La Toja entremezclados con el aroma de los nísperos que me obligaste a recoger ayer con el proverbial argumento de que, igual que soy capaz de sacar unos estudios universitarios, también puedo acarrear espuertas de uva o recoger tomate de secano, si se tercia. El perro celebra, goloso, las galletas María mojadas en leche que le vas endilgando, con el rabo alborozado golpeando peligrosamente el hule de la mesa.
“Un kilo de solomillo, no lo cortes muy gordo, Anselmo. Después de misa me paso, sí. Aquí la tengo conmigo, sí señor. Eeesa misma, esa, la que está estudiando en Alemania. Apártame toda la pieza. ¿Allíííí? Allí no saben comer, hijo. ¿Cómo no va a tener antojo de cosas ricas esta muchacha cuando vuelve al pueblo, si sobrevive a base de papas?”
Cuelgas el teléfono, bajas las persianas hasta media altura y agarras el bolso de mano donde guardas un lápiz de labios rosado, algún décimo de lotería y unas perras para echar al cestillo del cura: “Apágame esas judías verdes, no abras las ventanas que entran las moscas, no dejes que el perro ande por el huerto y nos arme un estropicio… anoche saliste a las fiestas de la Virgen, pero te sentí llegar bien pronto… ¡así estarías tú de tanto avión! Échate ese café que sobra. ¡Y la ceniza en el cenicero, por favor! ¿No bajas después a las fiestas? Hoy dan migas y limonada en la plaza. No te quedes aquí encerrada, chiquilla, con las ganas que tendrías de venir al pueblo…y búscame esa sortija que me pediste prestada el verano pasado, anda, búscala por ahí. En el taquillón de la entrada no está, caramba, era un regalo de tu abuelo, que en paz descanse”.
El viejo perro te despide con ladridos demandantes, cada vez más resignados a medida que te alejas. Cierras la cancela encarando la cuesta de bajada hacia la iglesia con pasitos cautos y las gafas caladas en el puente de la nariz. Saboreo con pereza una pasta almendrada descubriendo en la pared una nueva bolsa panera hecha a ganchillo por ti, un arte que gustas practicar cuando ves jugar a tu equipo de fútbol favorito por la tele.
Salgo de la cocina, cálido rinconcito de mi memoria donde me aferraba a tu bata para dar mis primeros pasos, donde me disputaba el bizcocho de chocolate con mis primos y donde me dijiste, hace no tanto tiempo, que sentías en el alma que me fuera de España, pero que mi futuro era lo primordial. Rebusco en los cajones del taquillón de la entrada la famosa sortija que no aparece. Es posible que, en un despiste, el anillo haya viajado conmigo en avión y esté en algún recóndito lugar del apartamento que comparto con Dirk. Me encojo de hombros.
Armada con un libro en la mano elijo hoy esa tumbona tuya bajo el emparrado del patio dispuesta a hacerla mía durante tu ausencia, con esa colchoneta deslucida de estampados vintage comprada en Fuengirola cuando yo era aquel bebé que se comía la arena de playa a puñados. El perro se tumba a mis pies, dormita moviendo las orejas a ratos para contrarrestar el acoso de los moscardones. Este patio se me antoja hoy un lugar cargado de evocaciones familiares, de bodas, bautizos, cumpleaños y comuniones. Precisamente el libro que me he traído abre su primera página con una cita de Nelson Mandela (No hay nada como volver a un sitio que no ha cambiado nada para darte cuenta de cuánto has cambiado tú). Pero yo, lejos de sentirme alienada o extraña en esta tierra, aquí me siento cobijada, a salvo. La sensación de “lo entrañable” me inunda cuando oigo de lejos, desde la plaza del ayuntamiento, a la banda municipal afinando clarinetes y trompetas para atacar los pasodobles y melodías de mi niñez. Tocar el cielo debe de ser una sensación muy similar a lo que estoy sintiendo en este preciso momento.
Ha aparecido entre las hojas del libro un billete de avión Málaga-Múnich con fecha de 30 de agosto a modo de improvisado marcapáginas. Lo miro, dudo si debería romperlo, valoro la posibilidad de llamar a la compañía aérea para anularlo. Están esos estudios que debo finalizar, eso es cierto. Y también está Dirk, mi querido soñador rubicundo y despistado. Aún me parece sentir sus caricias, el verano pasado, cuando estábamos ambos tumbados al sol en la Playa de la Bajadilla, el día que me anunció que quería algo “formal y serio”. Fue un sí en toda regla, no había escapatoria.
Recapacito. Hay cuestiones que merecen una oportunidad, así que entierro el billete entre las páginas y me concentro en mi lectura. Un rayito de sol se filtra entre las parras, me lisonjea y me adormezco. Me abandono al señor Destino para que él elija por mí.
El café se me ha quedado frío junto al ventanal. Desde la sala de reuniones destinada al personal docente contemplo las bonitas cúpulas de Frauenkirche bajo un cielo plomizo que descarga sus primeros copos de nieve sobre Múnich. Oigo los enérgicos tacones de Frau Weiss aproximándose hacia mí y me despierto, algo azorada y confusa, de mis ensoñaciones. Tiene un porte especial hoy, entre autoritario y maternal. Con una mano en mi hombro, ella me mira directamente a los ojos en plan confidente: “La renovación de puestos para el profesorado será el próximo mes de marzo. ¿Solicitará usted plaza para el próximo curso?”
Su voz grave me ha devuelto a 2015 de golpe.
Cómo explicarle ahora a la directora del instituto que no dejo de soñar con esa cocina, con ese patio, con los rosales, las parras… que esto es algo más que nostalgia gazmoña y lacrimógena por la casa de mi abuela. Cómo explicarle que “mi lugar” (mein Ort, mein Platz, como dicen ellos) lo van a vender en un solo lote, junto con el huerto, que cualquier desconocido o forastero lo comprará y reformará la finca por completo, quién sabe si para darle uso como alojamiento rural. Si alguien no lo evita a tiempo.
Quizás veinte años no sean nada, pero para mí es tiempo más que suficiente para volver la vista atrás, hacia mi lugar de arraigo, a pesar de que hace mucho tiempo que tú no estás entre nosotros. Tiene que ser ahora, antes de que las nieves del tiempo plateen mi sien.
Le informo a Frau Weiss, educadamente, de que mi decisión ya está tomada.
A propósito, aquella sortija tuya la llevo en el anular. Realmente nunca se perdió. La retuve, la extravié aposta, la escondí, sí, para recordarte siempre.
Este relato obtuvo el segundo premio de la XI edición del concurso de Relatos Marbella Activa.
Nuria García González (Madrid 1971). Licenciada en Periodismo por la UCM y Máster en Gestión de Empresas de Comunicación y Audiovisuales por la Universidad de Barcelona, ha desarrollado gran parte de su trayectoria profesional entre Barcelona, Madrid, Alemania y Bélgica, colaborando simultáneamente con publicaciones de carácter social. En su faceta de narradora ha conseguido más de 30 premios, accésits y menciones. Entre ellos, algunos de los últimos galardones obtenidos son 1er Accésit de Relatos de Mujeres de Santa Cruz de Tenerife (2023), 1er Premio Manuel Vázquez Montalbán de Narrativa de San Fernando de Henares (2023), Premio de Relatos Rafael Mir del Ateneo de Córdoba (2023), Premio de Relatos Carolina Planells sobre Violencia de Genero de Paiporta (Valencia) 2023, Premio de Relatos de Mujeres de Castellón de la Plana 2023, 1er Premio de Poesía sobre la Mujer de Robledo de Chavela 2024 y 1er Premio de la Casa de León en La Coruña 2024.
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