Ni más ni menos que sesenta y dos años tenía la señora Cruz cuando nos conocimos. Recuerdo el respeto que me provocaba la fachada de su casa cubierta completamente por macetas, tantas eran que a duras penas se veía el blanco de las paredes. Cada vez que pasaba por su buzón para dejarle alguna carta informativa o comercial me fijaba en su patio decorado con mosaicos de azulejos y de vez en cuando la veía ahí, leyendo algún libro cuya portada no reconocería ni aunque lo tratase, luciendo sus peculiares gafas de montura colorida. Mentiría si dijera que lo que me llamó la atención de ella fue su llamativa apariencia, sino que más bien fueron aquellos murmullos incesables sobre la misma los que me picaron la curiosidad.
Esta es la historia de aquellos quienes miran el cielo estrellado buscando alguna estrella muerta a la que preguntar por su pasado.
Era el verano de 2024 en la bulliciosa ciudad de Marbella; en una era en la que tiene más peso lo artificial que lo natural era infrecuente preguntarse por el pasado de aquellos que nos precedían, y ese era mi caso. A mis dieciséis años y con ganas de ganar algo de dinero, más que el de mi paga semanal, decidí pasarme aquellos tres cortos meses de libertad recluso en un empleo de repartidor de correo. No eran muchos los amigos que tenía, mejor dicho, no tenía, así que no me supuso ningún inconveniente, de hecho, me divertía pasar por las calles que nunca antes había visto y al poco tiempo de empezar en mi oficio ya reconocía cada una de las casas que las formaban. Había oído hablar bastante de Sandra Cruz, la actriz que llegó a ser la mayor estrella de la Costa del Sol hacía ya años, cuando mi madre solía usar pantalones acampanados y mi padre lucía un espantoso mohicano de moda para aquel entonces. Nos remontamos a la época de los 80, a sus 27 años de edad y en pleno auge de su fama, el marido de Sandra, también un reconocido actor llamado Claude Couteau (evidentemente de origen francés), fue acuchillado en el estreno de uno de los grandes éxitos en pantalla de su amada. Lastimosamente, tras este trágico episodio, no se volvió a saber más de Sandra, mas que se había mudado a la antigua casa de su familia en un barrio poco transitado cerca del casco antiguo, un barrio que destacaba por la casa de una vieja estrella, el escondrijo de Sandra Cruz. No se la vio salir por décadas, hasta que poco a poco la gente fue olvidando el tesoro que se escondía en el corazón de su ciudad.
Debido a mi nuevo oficio pasaba regularmente por casa de Sandra para entregarle el correo. Mi madre fue insistente en saber cada detalle que descubriera sobre su vida cotidiana, desde sus pasatiempos hasta las batas que vestía para andar por casa. Su destacado pasado y mi evidente falta de contacto con algo que considerara digno de interés, me llevó a creerme con el privilegio de conocerla en persona. Un día cualquiera en plena jornada laboral decidí esconder una carta escrita por mí entre su correo, en la que personalmente yo, Álvaro Jiménez, cartero de “Correos” en formación, le pedía una cita para dialogar sobre la vida. A pesar de lo imponente que parecía la señora Cruz yo estaba seguro de que apreciaría dos oídos dispuestos a escuchar entre tanta boca chismosa atosigándola por años, cual creo que fue el causante de su aislamiento. A decir verdad, fui bastante ingenuo, poco sabía yo que la señora Cruz me respondería con otra carta preparada en su buzón para cuando yo llegara, en la que alegaba que “si quisiera que alguien me escuchase hablaría y todo el mundo lo haría”; sin embargo, una vez yo me proponía algo, lo cual era extraño, debía llevarlo a cabo para quedar en paz con mi conciencia. Al día siguiente persistí, consciente de que no era el primero en solicitar una charla personal con ella, y le rogué que me diera una oportunidad ya que no tenía ánimo de entrevistarla, solo quería una lección de vida. De alguna forma esto me sirvió, y la señora Cruz accedió a ser mi mentora.
Volviendo al presente, ya llevaba medio verano invertido en desempeñar mi trabajo de repartidor y charlar con la vieja dama por las tardes, habíamos estrechado lazos, pues a ella le conmovió mi interés por lo que tenía que contar y a mí me sorprendió todo lo que escondía tras los muros de su casa. Sandra no disponía de televisor, tampoco de radio, solo tenía un viejo tocadiscos que aún desempolvaba para reproducir sus añoradas canciones de la juventud. Sandra no salía a la calle hacía ya treinta y cinco años, y en los cuadros que pintaba en sus desocupados días retrataba Marbella tal y como ella la recordaba. Su memoria era conservada gracias a sus obras, pues en ella veía la ciudad de aquel entonces tal cual en las fotos, transitada por coches que parecían de hojalata y con playas que ya casi ni reconocía ocupadas por sombrillas coloridas. No solo los cuadros de la señora Cruz hablaban por sí solos, sino que poseían todo lo que ella podía rememorar de su ciudad natal.
Nos encontrábamos sentados sobre su sofá estilo Cabriolé mientras bebíamos un té y charlábamos como de costumbre.
—Señora Cruz, nunca le he preguntado por su infancia, ¿por qué se hizo actriz?
—He esperado siglos a que me lo preguntaras. —Me miró con una dulce sonrisa como de lástima—. Pues mira, Álvaro, puedo recordar con exactitud cada momento de mi vida como actriz, pero es poco lo que recuerdo de mi niñez. Recuerdo que mi pelo era rubio y poco a poco se fue tornando castaño, recuerdo que mi madre nunca me avisó de aquello que perduraría también.
—¿A qué se refiere señora?
—Tus padres te habrán avisado de que algo que te tatúas en la piel durará por siempre y no se podrá borrar, que aquellos años que pierdas sin estudiar no se podrán recuperar. Bueno, pues mi madre no me avisó de que había cosas que quedarían grabadas permanentemente a lo largo del curso de mi vida.
—¿Eso le afectó mucho a usted?
—Pues ya me ves, aún soy incapaz de aceptarlo. Me lancé al mundo de la fama sin conocer sus contratiempos. Cuando era una moza de piernas bronceadas con piel tersa solo me interesaba el aquí y el ahora, el futuro inmediato llamémoslo. Cuando conocí a Claude, solo me importó su atractivo, su carisma, no pensé en él como con quien compartiría cama a mis sesenta años, y supongo que fui yo misma la que evitó que así fuera.
—¿Insinúa que el asesinato de su marido fue culpa suya?
—Para nada, cosa así no la puedes predecir, pero puedo asegurarte que tus deseos más profundos acabarán cobrando forma, aunque ni tú mismo los reconozcas. No podría imaginar tal cosa como la muerte de mi marido, sin embargo, aún me culpo por no haberle dado la oportunidad de tener un futuro junto a la mujer que le mereciera.
—¿Pero y por qué no iba a merecerle usted? Creo que es más su arrepentimiento por no haber valorado al señor Couteau mientras vivía lo que le lleva a pensar eso, pues es conviviendo como aprendería a amarlo de verdad. No puedes convencerte de que amas a alguien sin haber conocido cada faceta suya, tampoco puedes convencerte de que no le hubieras amado conociéndolas.
—Hijo, cuando eres joven y soñador te convences de que serás la encarnación en Tierra del amor, pero cuando conoces cada una de tus propias facetas, esas que tardas tiempo en descubrir, y no puedes amarlas tu misma, es desdicha lo que te espera.
—Es infeliz consigo misma dice, pensaba que el motivo de que viviera aquí usted sola sin recibir compañía por tantos años era por tanto amor a su soledad que prefería no compartirla con aquellos que no la valorarían.
—Bueno, si fuera así dudo que te hubiera abierto la puerta en un primer lugar —soltó una risilla quebrada que me hizo dudar de si le causaba gracia o amargura—. He llegado a pensar que la vida era demasiado para mí, que si mi impulsividad me había llevado a la fama al igual que me llevó a casarme con el hombre que falleció por mi culpa yo no era digna entonces de continuar con mi vida célebre.
—Acaba de admitir que se culpa de la muerte de su difunto marido.
—Tarde o temprano se me tenía que escapar. —Sandra miró al suelo con la comisura de sus labios apuntando hacia la misma dirección.
—Lo siento, yo…
—No, no lo sientes. Las cosas tienen que salir a la luz para poder afrontarlas, lo que nadie sabe es que quien asesinó a Claude no fue otro que el hombre con el que le fui infiel.
—Pero, ¡eso es terrible! ¿Le asesinó por simples celos?
—Por el anhelo de poseerme más bien. Hay muchas cosas que un hombre puede desear: dinero, fama, prestigio, poder… No obstante, no hemos de olvidar que fue Eva la que le dio a Adán la manzana a probar.
—No sé qué decir.
—En su momento deseé que me hubiera asesinado a mí también. A día de hoy, lo sigo haciendo.
—No es usted capaz de aceptar lo que ocurrió y que no tuvo la culpa.
—No, puede que no la tuviera, el cuchillo no estaba en mi mano, pero quien lo sostenía me tenía a mí en mente, así que no puedo evitar el sentirme cómplice.
—Así que no tiene usted la valentía de, tras treinta y cinco años, aceptar la impulsividad de su juventud y la tragedia consiguiente, ¿estoy en lo cierto?
—Sí, se podría decir que sí.
—Señora Cruz, ¿no cree usted que ya es hora?
—Hijo, lleva siendo hora hace ya años. —Ahora miraba a mis ojos nuevamente, esta vez los suyos se veían más melancólicos que nunca.
—Pues debe afrontar que, pese a sus remordimientos, no está aceptando aquello de lo que es culpable, más que culpándose de aquello de lo que es inocente.
—¿Cómo dices?
—Señora Cruz, usted no tiene culpa de que asesinasen a Claude, sin embargo, no ha tenido el valor de admitir su infidelidad hasta ahora. Culpa a su madre de no haberle advertido sobre el arma de doble filo que es la fama, se culpa a usted también por no haberlo advertido por sí misma, pero lleva aquí encerrada treinta y cinco años esperando al día de su muerte sin poder aceptar que aún muerta usted será recordada.
La señora Cruz miraba en silencio al suelo, las arrugas a los extremos de sus ojos y sus labios resecos parecían ahora darle aspecto de anciana. Extendió la mano hasta su bastón de color esmeralda, posado junto al sofá en el que nos encontrábamos sentados, instantáneamente me levanté para ayudarla, a pesar de que temía que me haría abandonar la casa inmediatamente. Para mi sorpresa, entrelazó su brazo con el mío.
—Ya es hora hijo.
Nos dirigimos hacia la puerta y sin dudarlo la cruzamos para salir de la casa, no dije nada, pues no se me ocurría algo que decir, no entendía cómo había tardado años en hacer algo que le costó unos segundos estando a mi lado.
Esa tarde recorrimos cada rincón que al que ella me dirigió, rememoraba cada uno de sus recuerdos plasmados en sus cuadros y los comparaba a la ciudad que tenía por conocer, a pesar de vivir en ella. Puede que buscara a la señora Cruz buscando algo que aprender de ella, y tal vez yo le di a ella algo que aprender de mí.
Ad astra per aspera es el relato de Andrea Camacho Armario con el que obtuvo el primer premio de la XI edición de nuestro concurso de relatos en la categoría especial dedicada a jóvenes de Marbella de entre 15 y 18 años.
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