La definición de que el viento es «el aire en movimiento» parece de chiste pero, no se crean, llegamos a estudiarla en alguno de aquellos cuadernos de Ciencias Naturales, bien simplones, en los que escaseaban las ilustraciones. Bueno, algunas si tenían, y no faltaba la del viento, que se solía representar, y aún se representa, como una nube musculosa, con mofletes muy gordos, bien henchidos, que con ojillos traviesos soplaba un chorro de aire. El viento eran los trazos que salían de la boca del dibujo, varios rizos no sé si ya en referencia a los de la mar, a las olas.
Nadie se preocupó de medir la fuerza del viento hasta que Beaufort, un oficial irlandés, decidió nacido el siglo XIX poner algo de orden en el galimatías, o si se prefiere en la subjetividad con la que los marineros informaban del estado de la mar, de cómo de arriesgado se presentaba navegar. Seguro que han oido hablar de la escala de 12 grados que lleva su nombre. No medía en realidad la velocidad del viento, su fuerza objetiva, sino que catalogaba los estados, las condiciones del mar. Lo importante era describir cómo un barco se desenvolvía si existía ventolina, viento fresquito o bonancible —lo que sería hasta el grado 5 de la escala— o si se pasaba a los grados altos, hasta el 12, con los temporales y el viento huracanado.
Pero hablamos de barcos a vela, por eso se decía que «apenas existía viento suficiente para maniobrar» o, en el otro extremo, que hacía tal vendaval que era «insostenible para las velas”», que podían rasgarse o incluso romper mástiles. Luego llegó, en 1850, el anemómetro que ya midió su velocidad pura y dura. Y con el siglo XX y los barcos de vapor la escala Beaufort se centró en el comportamiento del mar, no de las velas, y se ampliaron las observaciones en tierra. Hoy en día, los meteorólogos expresan la velocidad del viento en kilómetros o millas por hora, y si hablamos de navegación marítima o de aviación, en nudos. Para los tifones y huracanes, la escala se sale de madre hasta el 16.
El viento que no cesa. Mástil no se ha roto ninguno en mi terraza pero creo que fue por noviembre cuando el Poniente me tumbó varias veces la araucaria que tengo plantada en un macetón. Tuve que amarrarla a la barandilla. Creí que iba a ser una medida provisional, pero no. La até a una de esas cintas elásticas de hacer fuerza en el gimnasio y el viento la rompió. Ahora con la azul, más dura, parece que resiste. Ya forma parte del decorado. No me he acordado de consultar a nuestro experto si esta ventolera sin cuento, de meses sin parar, es normal. Amores, que suele detallarnos minuciosamente los datos de lluvia y cómo anda el pantano, seguro tendrá una estadística.
La mía, la que he experimento todo este tiempo con sólo asomarme a la calle, es simple: estoy harto. Apabulla que todos los días haga viento, que no cae ni por la noche sino que al contrario bate más fuerte, y que da igual que llueva o no, que haya nubes o no, que los temporales vengan o se vayan, porque fijo que el viento se queda.
¿Son apreciaciones mías o de verdad estamos asistiendo a un fenómeno casi paranormal?
Ya no es que me plantee ponerle barboquejo al sombrero, sino que tanto viento —quien nos iba a decir que podía ser pertinaz, como la sequía— va a dejarme literalmente aventao. En Tarifa de esto saben mucho, aunque en realidad no va de que unas veces sople el hijoputa del Levante y otras el hijoputa del Poniente, sino de aventar el grano. Un término agrícola y no marinero.
En la era se lanza la trilla contra el viento para separar el grano de la paja. Y mucho tiempo expuesto puede dejarte aventao, que quiere decir sin seso, que en la cabeza sólo te ha quedado la paja, que no hay sustancia. No sé ustedes, pero tal que así va uno por la vida. Aventao, como si me hubieran parido en el Estrecho.
Porque, a ver, hagan memoria ¿Recuerdan ustedes tanto vendaval? ¿Tan fuerte y sin dar tregua? ¿Casi meses enteros? Noticia fue que en noviembre sufrimos diez días seguidos de Poniente duro. Hasta el telediario lo certificó para anunciarnos que… llegaba Levante a tope. Como ahora, que no para de bramar. Lo dicho: hartito me tiene. El viento tiene la capacidad de convertir en extraño el suelo que pisas. Ya casi parece que te mueve no sólo los árboles sino las calles. Igual creen que exagero, pero desquicia el ánimo. Estudiado está que exponerse a un ventarrón durante días puede causar dolores de cabeza, irritabilidad o ansiedad. Que los cambios de presión atmosférica pueden alterar el sueño, producir migrañas y pérdida de concentración de manera transitoria. Y que si el cambio es brusco, pues peor: deshidratación, problemas respiratorios y malestar general. Sí, vale, tampoco es para tanto pero los estudios hablan de exposición a unos días de galerna, nada he encontrado sobre la tortura de una temporada sostenida de vientos locos. El viento que no cesa, podría titularse, sí, este episodio que ya dura demasiado. El trigémino aguanta, pero, no sé, me da que de aquí a poco le va a dar un avenate.
Miguel Nieto es periodista y miembro de Marbella Activa.
El Dardo en La Palabra es su colaboración semanal en Onda Cero Marbella.
Leave a Reply