Arturo es un funesto oficinista que lleva bien lo de organizar su mesa de despacho pero que tiembla cuando se enfrenta a su ropero. Sobre todo por estas fechas, que a veces son otras, en las que toca cambio de ropa. La indecisión le puede porque nunca encuentra el momento para esta mudanza, que no es como las de una casa, como las que ha afrontado tras dos divorcios desganados que le han dejado sólo en la vida. Sólo, con su ropero.
Su vida de oficinista, perimetrada por una agenda con asuntos candentes que dejan de serlo en cuanto se entierran, no le sirve de guía para el cambio de estaciones. Quizás porque las estaciones, como los estados de ánimo, nunca se van del todo o, al menos, no cambian de forma abrupta. Ayer se te comían los demonios y hoy andas como unas castañuelas, o hasta aquí llegaron las lluvias y los vientos y comienzan la calor y los sudores. La cosa no funciona así, bien que lo sabe Arturo, experto en tránsitos.
Los mensajes ‘Toca ropero’ o ‘Urgente: sacar la ropa de verano’ aparecen desde hace semanas en todo lo alto de su agenda, con mayúsculas y subrayados. Ni caso hasta ahora. No es desidia. Hay que reconocer que Arturo destina tiempo a pensar en el cambio de armario, lo que es un privilegio que no se concede a menudo. El de pensar, no el del cambio de armario, que le preocupa lo imprescindible. Aunque hay que hacerlo, una urgencia que le produce sarpullidos ¿Y saben por qué?… No contento con pensar en cambiar la indumentaria de sitio, le da por filosofar sobre la muda de la existencia. Y eso le pierde, porque don Arturo no nació Descartes. Tampoco Domínguez, a cuyo imperio textil nunca se le pone la arruga.
La arruga, sí… vaya si le pierde porque toda arruga es un descuadre, y Arturo vive para que las cuentas de la funeraria cuadreny para que los sudarios pasen a mejor vida bien planchados y almidonados. Por razones obvias, no está acostumbrado a almacenar material más allá de algún ataúd y crisantemos de plástico para imprevistos. Todo de un sólo uso, claro. Arturo, a quien la limpiadora llama El Cenizo por su afición a vestirse de catafalco, le tiene también pánico a la lluvia. Y al calor, fenómenos atmosféricos que los muertos y sus entierros soportan bastante mal.
Por eso, sólo reconoce una estación lluviosa y otra seca, como en el Trópico de atolones y manglares que conoce por los documentales. Ahora entra la de sequía, la de un calor que pronostican ponzoñoso. No le queda otra que afrontar de inmediato el cambio de ropero, que la calima y la apretada agenda de funerales se le viene encima, como las baldas de ropa por intercambiar.
Nada es lo mismo desde que los arcones y armarios roperos de su infancia, con aquel misterio a naftalina y ultratumba, dieron paso al armario empotrado y a esa suerte de canapé hueco donde fermenta la ropa mientras duerme encima. La pelea con las perchas le desquicia. La ropa no parece suya. Las camisas y chaquetas salen arrugadas, como pisoteadas pese a que las plancharon con esmero, como recogidas del tendedero de luz de la terraza, donde sabanas blancas y sayas negras se retan en duelo. Pero los duelos genuinos, los de la funeraria, dan para poco fondo de armario.
Arturo, el cenizo oficinista de funeraria, sufre el cambio de armario como signo del paso de los tiempos, y de su tiempo. La ropa, como el ánimo, envejece mal. A contrapié, como esos zapatos de charol que un año más guardará sin habérselos puesto o esas zapatillas con las suelas lijadas, que tampoco se pondrá. Las tallas le vendrán grandes —que Arturo se escurre poco a poco—, tirará ropa que no sirve para nadie y repondrá algo en las rebajas, un trajín que le produce una pereza infinita. Arturo se pone enfermo por estas fechas. Ha desarrollado un miedo insuperable a la oscuridad de los armarios, cosa rara en quien se mueve con soltura entre ataúdes, pero no le falta valentía porque igual hoy, igual mañana, igual cuando el termómetro marque 35 grados, entablará su particular duelo con perchas y cajones. Eso sí, una vez iniciada la tarea Arturo no descansará hasta tapar el canapé de su cama, reventón de jerséis de cuello vuelto, como si sellara un ataúd. Acaso el suyo, sobre el que dormirá, quien sabe si plácidamente, mientras la funeraria cuadre sus cuentas, lleguen más finados y los sudarios salgan almidonados camino de la eternidad.
Miguel Nieto es periodista y miembro de Marbella Activa.
El Dardo en La Palabra es su colaboración semanal en Onda Cero Marbella.
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