RICARDO SORIANO: EL PIONERO
El origen del turismo en Marbella ocupa en las obras historiográficas, literarias y memorialistas un territorio situado entre el mito y la leyenda.
Según Alcalá Marín (1997, p. 184) Ricardo Soriano, marqués de Ivanrey, llegó a Marbella en 1943 invitado por su amigo Goizueta, propietario de la gran Hacienda Guadalmina y casi al instante decidió abrir un hotel: El Rodeo. Pero al igual que Julio César se jactaba de sus victorias: veni, vidi, vinci, de Soriano se podría decir que vio, venció y conquistó para la eternidad un territorio que convirtió en paraíso.
El mismo año Juan Carlos Reina, director de la emisora que durante el franquismo se llamó Radio Marbella, publicó Historias secretas de Marbella (1997), un ameno anecdotario en absoluto críptico. En realidad es una obra autobiográfica. Conoció y trató a Ricardo Soriano y admite el peso de su agencia en la transformación de la ciudad de su infancia. Pero cree que esa mutación no se habría dado de no ser Soriano un aristócrata. El excepcional y milagroso futuro que le esperaba a Marbella no podía ser obra de plebeyos. Como Cartago, Roma o Troya la ciudad solo pudo de ser creada por dioses y héroes. Tras la estela de Soriano llegaron al Rodeo los semidioses: aristócratas, burgueses ennoblecidos, artistas y creadores, intelectuales menos.
Alcalá enumera un conjunto de egregios personajes nacionales –cuyos nombres Reina copia fielmente— entre los que incluye sin título ni blasón a un anónimo Pedro Hernández: un hombre simpático que en realidad se llamaba Gülich (sic) (Alcalá, 1997, p. 88). Era el encargado del Rodeo «un español» que todos en Marbella sabían que era un nazi. Pero poco más se conocía de aquel tipo de aspecto nórdico.
Ana María Mata en Un hombre para una ciudad. Ricardo Soriano (2005), no desvela quien era aquel furtivo que trabajaba a la sombra del marqués. Esta autora tiene el don de convertir la historia en literatura y maneja a su personaje con exquisita prudencia. Cede al protagonista la palabra y alcanza un difícil equilibrio entre la subjetividad que permite la narrativa de ficción y su rigor de historiadora. El Ricardo Soriano de Mata no vino invitado por Goizueta. Fue él quien, a la vuelta de un viaje a Marruecos, tomó la iniciativa de visitarlo, ni siquiera sabía con exactitud dónde estaba la Hacienda Guadalmina. Marbella era solo un pueblo cercano que Soriano no conocía. El propio marqués de Ivanrey matiza la leyenda que lo convirtió en un emprendedor visionario e impulsivo. Admite, pues, que la empresa que convertiría a Marbella en una potencia turística se debió a motivos económicos.
La representación del visionario iluminado que actuó con audacia y en solitario es el primer componente del mito fundacional de la Marbella turística. Un mito que se repite como un mantra en cualquier campo mediático y durante décadas ha seducido a periodistas tertulianos y comentaristas. Antonio Rodríguez Feijóo difiere de esa reiterada simplificación histórica: el nacimiento del turismo en Marbella y su posterior expansión no es vinculable a un individuo particular sino a una fenomenología general y a la confluencia de iniciativas privadas e institucionales (Rodríguez Feijóo, 1989, p. 11).
En efecto, desde una perspectiva comparada el proyecto de Soriano no solo no fue tan novedoso como se ha señalado, sino que admite dudas sobre su improvisación.
El turismo de élite tuvo en la España prebélica una importancia sustantiva como prueba la existencia en plena contienda de una Dirección General de Turismo (1938), dirigida por el malagueño, Luis Antonio Bolín. Este periodista que cubrió la campaña de Málaga y detuvo personalmente a Arthur Koestler se implicó en la promoción turística de la Costa del Sol. Su hermano, Enrique Bolín Bidwell, en 1942 abrió en Torremolinos el hotel La Roca (Luque, 2024, p. 292) y, en 1945, Carlota Alessandri reabría el Parador Montemar.
Durante la Segunda Guerra Mundial, Málaga acogió una sede de la embajada alemana lo que justifica la presencia en Torremolinos de periodistas y agentes de inteligencia nazis.
Entre los primeros huéspedes de La Roca se encontraban varios ciudadanos alemanes, difícilmente identificables como turistas: Hermann Leo Ehnim, clasificado en los informes aliados como agente B; Edgard Horn, también agente B; Arthur Dietrich, agregado de prensa en la embajada alemana y Hermann Gerlich Mueller, responsable de propaganda de los ferrocarriles alemanes (Meyer, 2021, p. 186) y director del Banco Alemán[1].
En 1945 se reabrió en Torremolinos el Parador Montemar, propiedad de Carlota Alessandri. Allí se alojó Anneliese Muendler, corresponsal en España del principal órgano de prensa del Partido Nazi, el Völkischer Beobachter. Todos ellos figuran en las listas elaboradas entre 1945 y 1947 por los Aliados con los nombres de los ciudadanos alemanes que debían ser repatriados e interrogados[2]. Todos ellos se esfumaron antes de ser detenidos, el cónsul americano en Málaga quedó tan estupefacto como indignado.
En septiembre de 1946, se ordenó al Gobierno Civil de Málaga la búsqueda de Anneliese Muendler. Cuando la policía llegó al Montemar la mañana del 20 de septiembre, ya no se encontraba allí. Tras recibir una llamada telefónica huyó tan precipitadamente que se olvidó los telegramas que le avisaban de su búsqueda. La frustrada detención de Anneliese demostró que Torremolinos había dejado de ser un lugar seguro[3].
De aquella población había escapado, días antes del suicidio de Hitler, Hermann Gerlich Mueller. El ya referido director de propaganda de los ferrocarriles alemanes, dedicados al tráfico turístico, fue inmediatamente incluido en la lista de de alemanes «odiosos». Pero cuando en 1946 se implementó el programa de repatriación, Gerlich estaba plácidamente instalado en El Rodeo. Era el mismo tipo simpático al que en Marbella se conocía por Pedro Hernández. No parece, sin embargo, que bajo la protección de Ricardo Soriano, Gerlich necesitara de la impostura. Aparece inscrito en el padrón de 1950 junto a su mujer y su hijo con su nombre y apellidos[4]. No había huido de Alemania. Como la generalidad de los agentes de inteligencia y propaganda había pasado la guerra en la España «neutral» trabajando para el III Reich. Nunca se ocultó, se nacionalizó español en 1952[5] y siguiendo la estela de su protector se convirtió en hostelero en Estepona donde regentó el hotel Santa Marta (Fernández Carrión, 2005, p. 19 y Rubia, 2017, p. 87).
MAXIMILIANO EGON HOHENLOHE-LANGENBURG: DEL IMPERIO AUSTRO-HÚNGARO A MARBELLA
Como Ricardo Soriano, su primo el príncipe Max Hohenlohe llegó a Marbella y se deslumbró. Enamoramiento y éxtasis son dos términos que se utilizan para hacer inteligible la decisión de un emprendimiento quimérico en un pueblito poco conocido, justo en los años cuando más aguda fue la hambruna.Para Alcalá Marín la llegada de aquel aristócrata que no quiso ser checoslovaco transformó a Marbella en “un maravilloso cuento de hadas” (1997, p. 99).
Los Hohenlohe abrieron el mítico Marbella Club en 1954 pero la finca Santa Margarita de la que Max quedó prendado había sido comprada inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial.
No deja de resultar extraño el éxtasis ante los pinos de un hombre que había poseído más de 8.000 hectáreas de bosques abrazados a su castillo de Rothenhaus, situado en los Sudetes. Un inmenso espacio forestal amenazado por la reforma agraria del nuevo estado checoslovaco (Kozlová, 2016, pp. 19-36). Para mantenerlos bajo su propiedad, primero Hohenlohe le pidió a su padrino de boda, Alfonso XIII, que intercediera por él ante Masaryk, el presidente checo; después le entregó los Sudetes a Hitler.
El resultado de la Primera Guerra Mundial fue demoledor para los Hohenlohe y en los años veinte la situación de la familia desesperada. Solo el matrimonio de Max con Piedad Iturbe, una rica aristócrata española, permitió al príncipe comprar el castillo familiar a su hermano mayor (1935) y salvar su patrimonio (Urbach, 2015, Capítulo 6).
Cuando los Hohenlohe visitaron a Soriano en el verano de 1945, los alemanes de los Sudetes habían sido desalojados mediante la aplicación de una limpieza étnica que causó uno de los mayores desplazamientos de población de la posguerra europea.
Al mismo tiempo, los Aliados reclamaban a España el bloqueo de los bienes alemanes y la repatriación de los más importantes agentes de inteligencia nazi. Entre ellos, Reichard Spitzy, teniente de las SS, diplomático y agente de inteligencia al servicio del almirante Canaris. Cuando su nombre apareció en las listas de reclamados[6] hacía tiempo que su amigo Max Hohenlohe lo tenía, transmutada su identidad y su apariencia, en su casa de Santillana del Mar. Spitzy fue uno de los nazis más reclamados por los Aliados. Nunca fue detenido, con el apoyo de Hohenlohe huyó a Argentina (Irujo, 2012). El príncipe escapaba a la categoría de alemanes reportables porque su esposa era española. No sólo no fue molestado sino que pudo, según Meyer (2019), ocultar a otros alemanes en su finca del Quejigal.
Este aristócrata, hasta 1918 austriaco, tuvo un destacado papel en la Europa de entreguerras. Y ha sido objeto de interés para los historiadores especializados en relaciones internacionales, tanto antes como durante la Segunda Guerra Mundial (Urbach, 2015 y Kozlová, 2016).
El príncipe Max trabajó con el partido nazi de Konrad Henlein que buscaba la anexión a Alemania de territorios habitados por alemanes étnicos. De esta anexión dependía que conservara el castillo y su enorme patrimonio territorial. A partir de ese interés su implicación en la política exterior del III Reich fue total. Convertido en el mensajero de Goering, debía convencer a Chamberlain, el primer ministro británico, de aceptar la incorporación de los Sudetes a Alemania. Para evitar la guerra, los ingleses consentirían una autonomía cultural para la población alemana. Hohenlohe sabía que Hitler no quería la autonomía de los Sudetes, sino la anexión. Esta fue consumada por los Acuerdos de Múnich (1938). Poco después el insaciable Reich devoró lo que quedaba del estado checo.
Hohenlohe ayudó a Hitler a dar la primera dentellada a Checoslovaquia tanto como su amigo Spitzy ayudó al Reich a fagocitar Austria. El servicio del príncipe no quedó sin recompensa. Nombrado consejero de la fábrica de armas Skoda-Bruen, bajo esa firma encubriría las actividades de espionaje de Spitzy en la España de los cuarenta.
Max no renunció durante la Segunda Guerra Mundial a su papel de intermediario. «Desengañado» por la «inesperada» traición de Hitler a la crédula Europa se convirtió por segunda vez en mensajero de la paz. Ahora era el legatus de la oposición al «fürher» que supuestamente sería sustituido por Goering. Algo que Hohenlohe no podía probar pero que seducía a los ingleses de clase alta, más inclinados a una alianza germánica que soviética.
Canaris, el jefe de la inteligencia alemana en España, ejecutado por traición en abril de 1945, era un opositor sin fisuras a Hitler. A partir de 1942, Spitzy y Hohenlohe trabajaron para él. Según los amables recuerdos del primero, ellos eran nazis buenos: habían defendido la Gran Alemania, legitimada en los Acuerdos de Múnich pero se avergonzaban de lo que Hitler hizo después (Irujo, 2012). Antes de que aquellas fronteras fueran consentidas, Spitzy había participado en el golpe de estado (1934) en el que fue asesinado el canciller austriaco Dollfuss y apoyado la anexión de Austria al Reich. No pareció sentir vergüenza alguna cuando tras el Anschluss se desencadenó en Viena un progromo contra la población judía y comenzaron las deportaciones al este.
La historiografía académica proyecta sobre Hohenlohe-Langenburg una interpretación muy distante de ser benévola.
Karina Urbach (2015) en su obra sobre los aristócratas alemanes intermediarios del III Reich analiza el papel del príncipe en la crisis de los Sudetes y durante la Segunda Guerra Mundial.
A partir de 1941, Hohenlohe pasó de tratar de llegar a la paz con los ingleses a intermediar con el jefe del Servicio de Inteligencia norteamericano, Allen W. Dulles.
Por esos canales transitó el escurridizo Max Hohenlohe, el príncipe que trató de salvar lo que quedaba del mundo que le arrebató la Primera Guerra Mundial.
Urbach le atribuye un perfil ambiguo y no cree que trabajara por la paz, sino como aparece en los archivos británicos por su propio interés. Su imagen de nazi bueno o incluso del no nazi, se debe, según esta autora, a que su archivo particular es desconocido por la investigación histórica; a su negación de cualquier relación con la inteligencia alemana y a la narrativa divulgada por su familia que lo desliga de cualquier adhesión a la Alemania nazi.
Los Servicios de Seguridad británicos conocían de sobra la pertenecía de Hohenlohe al Servicio de Seguridad de las SS (Urbach, 2015 y Kozlová, 2016, p. 69). El príncipe Max intentó conseguir un visado en Gibraltar para entrar en el Reino Unido. Sin embargo, para entonces era considerado persona non grata en territorio británico. En septiembre de 1950 a través de la embajada se advirtió “a todas las oficinas consulares británicas en España que no concedieran facilidades al Príncipe para visitar Gibraltar”[7].
Hohenlohe vivió en un imperio multicultural que había reconocido estructuras de autogobierno a húngaros, bohemios, checos, croatas y a ucranianos de Galitzia. Sin embargo, trabajó por otro que aspiraba poner a Europa bajo el yugo de una sola nación, la germánica y de la hegemonía de un raza superior, la aria.
Puede que Hohenlohe no fuera nazi pero la Gran Alemania que ayudó a construir si lo era. Salió de Checoslovaquia en 1942. Para entonces, los alemanes étnicos eran en aquel estado ciudadanos de primera, el siniestro Heydrych desplegaba una represión implacable la población checa y se abría el campo-gueto de Theresienstadt al que fueron enviados más de 50.000 judíos del protectorado de Bohemia. Pero quizá él y la aristocracia nazi de los Sudetes lo desconocían.
En 1945 mientras los Aliados ocupaban Alemania y Austria, interrogaban a los alemanes que reportaba España y en Centro Europa el Ejército Rojo allanaba el camino a la Unión Soviética, Hohenlohe descubrió Marbella. Había perdido dos guerras pero estaba a punto de ganar el cielo.
EL DINERO DE LOS ALEMANES
Según Urbach, Marbella fue un paraíso para el dinero nazi. Tras la guerra había mucho dinero que blanquear y a los antiguos simpatizantes de Hitler, ese pueblo, entre Málaga y Gibraltar, les pareció un lugar seguro y discreto.
Tras la Segunda Guerra Mundial el gobierno español, muy a su pesar, hubo de bloquear el capital alemán en España e incautar los bienes y el patrimonio de instituciones y empresas germánicas (Puig y Álvaro, 2007 y Collado, 2019). Según el testimonio de Alfonso Hohenlohe, su padre compró la finca Santa Margarita con la venta de dos bodegas que su abuela, Trinidad Scholtz, tenía en Málaga (Rodríguez Feijoo, p. 648).
Si ello era cierto fue una venta oportuna porque la empresa de los Scholtz formaba parte de SOFINDUS, el gran holding creado por el gobierno alemán para garantizar los intereses del Reich en España. Las bodegas Scholtz y el Colegio Alemán de Málaga fueron intervenidas en mayo de 1945 y sus bienes incautados.
Pero el súbito enamoramiento de los aristócratas convertidos en hoteleros se contagió rápidamente a un amplio número de inversores extranjeros. En 1958 las inversiones de capital extranjero en el municipio ascendían a casi 26.000.000 de pesetas, frente a las 150.000 invertidas en 1954[8].
Entre los mayores inversores de la década de los cincuenta hay varios ciudadanos alemanes. Las registradas a nombre de Elizabeth Weber de Horcher que desde 1955 a 1958 alcanzaron 6.200.000 pesetas, solo eran superadas por las de un ciudadano francés.
Ya en 1955, esta riquísima alemana había invertido 1.800.000 pesetas en terrenos. Los Aliados tenían a su esposo, Otto Horcher bajo sospecha desde su llegada a Madrid en 1943. Su famoso restaurante era punto de encuentro de agentes de inteligencia y periodistas que trabajaban para el Reich. Otto, amigo personal de Goering, tenía un especial interés para los Aliados no solo porque lo consideraban abastecedor de alimentos al ejército alemán, sino también por su proximidad a los agentes nazis que trabajaban en la embajada (Meyer, 2021, p. 237).
Los informes de la famosa Comisión Roberts que investigó el saqueo de obras de arte en Alemania, atribuyen a los Horcher el traslado a España de tres cargamentos de tesoros artísticos (Meyer, 2021, p. 237). En el Madrid de los años cuarenta, Elizabeth se dedicó con Hans Lazar, jefe de propaganda de la embajada alemana, al negocio de las antigüedades. Elizabeth debía conocer a Max Hohenlohe, pues su socio vivía, rodeado de obras de arte, en uno de los palacetes del príncipe. No resulta descabellado pensar que el dinero de Elizabeth de Horcher a quien los Aliados consideraban más peligrosa que su marido y sospechosa de introducir en España ilegalmente antigüedades (Meyer, 2021, p. 237), siguiera el mismo camino que el del príncipe Max.
En 1955, casi el 65% del total del capital extranjero invertido en la compra de terrenos en el municipio pertenecía a los Horcher que en los sesenta aparece entre los urbanizadores. Después, desde 1976, regentaron el restaurante La Fonda (Olano, 1976, p. 42)[9]. Como Otto y Elizabeth también otro gran inversor aparecía en los listados de alemanes «odiosos». Era el prusiano Werner von Leventzow[10].
A partir de 1957, aunque la nacionalidad de los inversores se diversifica, hasta 1958 la comunidad alemana es la más numerosa y en conjunto de la que proceden las inversiones más altas. En 1958, aun cuando el número de inversores británicos con respecto a los alemanes es mayor, los Horcher siguen encabezando las inversiones germánicas de aquel año, concentradas en más del 75%.
La presencia de la comunidad alemana en la provincia de Málaga no era nueva. En la década de los treinta no solo era una de las más numerosas de España sino también una de las más nazificadas y con más posibilidad de apoyar a Hitler (Montero, 2007).
En la Guerra Civil, los alemanes de Málaga ayudaron al bando franquista tanto a nivel económico como propagandístico, serían ampliamente recompensados en el nuevo régimen. Después, durante la Segunda Guerra Mundial, a la colonia local se unieron agentes de inteligencia y de la Gestapo. Entre ellos Hans Hoffmann, otro «nazi bueno» que controló el Colegio Alemán. Alfred Giese, condecorado por Franco por sus servicios en la Legión Cóndor y Max Schiffer dirigieron desde 1938 las bodegas Scholtz Hermanos integradas en SOFINDUS[11].
En torno al apellido Scholtz existió una espesa red de vinculaciones directas o indirectas con intereses políticos y empresariales de la Alemania nazi mucho antes de que Ricardo Soriano llegara por casualidad a Marbella. Aquella casualidad permitió que Gerlich Mueller, a quien los Aliados tenían mucho interés en interrogar, nunca fuera repatriado[12].
Mientras en el verano del 45, en Potsdam Churchill, Truman y Stalin troceaban Alemania, Soriano ofrecía el paraíso a gente con dinero que había perdido la guerra. Hohenlohe compró Santa Margarita tras la derrota del Reich, cuando ya los Aliados lo reclamaban. Aquella compra no parece ser casual o azarosa ni responder a la puesta en marcha de un proyecto empresarial inmediato. El Marbella Club tardaría casi una década en abrir.
La aristocracia que siguió la estela Hohenlohe invirtiendo en Marbella a mediados de los cincuenta no procedía solo del Imperio Alemán, también del austro-húngaro. Aquellos inversores fueron el príncipe Maximilian von Khevenhüller-Metsch, nieto del príncipe Maximilian Egon zu Fürember[13], original como Max Hohenlohe de los Sudetes y Friedrich Freiherr Mayr von Melnhof, un aristócrata y terrateniente de la región de Salzburgo. Entre los inversores millonarios (2.000.000 de pesetas) se encontraba Segismundo Batthyany. De nacionalidad húngara, Batthyany pertenecía a una antiquísima familia aristocrática de la que proceden personajes muy importantes de la historia magiar. La presencia en Marbella del conde Sigmund Batthyany puede estar relacionada con la frustrada revolución antisoviética de Budapest (1956) que impulsó a escapar de Hungría a algunos de sus parientes. La parte más sombría de esta familia es hoy muy conocida tras la publicación de un libro sobre la espeluznante matanza de ciento ochenta judíos en el castillo de Rechnitz, propiedad de Margit von Thyssen e Ivan Batthyany (Batthyany, 2017). Este episodio, sin embargo, no permite situar a la familia en el espacio de simpatías con el Reich como demuestra el caso de Ferenc Batthyany (Etkind, 2022)[14].
Estas aristocráticas inversiones, como las de los Horcher o las realizadas por Max Hohenlohe y Jorge Szavost en los años cuarenta no parecen destinadas al desarrollo de la industria turística, aun embrionaria. Las circunstancias históricas y la situación personal de aquellos inversores pioneros permiten, como poco, dudar de que fueran empresarios quiméricos o visionarios. Más bien parece que fueron como los Hohenlohe avisados de la existencia de una Terra Incógnita que aún no estaba en los mapas. Un lugar donde invertir de forma preventiva capitales amenazados, casi en todos los casos, por el resultado de la Segunda Guerra Mundial.
Al fin, unos como los aristócratas nazis de los Sudetes, ya no tenían patria; a los colaboradores del Reich en Alemania no le esperaban sino campos de internamiento, el interrogatorio y la depuración; a los nazis húngaros, el Gulag y a la nobleza magiar, filofascista o no, la expropiación de sus propiedades. Solo para los nobles de Carintia o Salzburgo, el futuro de Austria resultó esperanzador. Esos exiliados, algunos con apellidos que se remontan al Sacro Imperio Germánico, dejaron atrás castillos de cuento, bosques y valiosísimas colecciones de arte. Marbella fue para sus capitales una tierra de futuro y promisión.
Las políticas promocionales de la Costa del Sol durante el franquismo se sirvieron ampliamente del potencial de seducción de aquella aristocracia pionera. El narcisismo de las élites locales y el delirio de un cura fabulador han elevado a Marbella a un lugar incontaminado por la Historia y, por tanto, mítico. Pero el pasado existe y no hay pasado más perverso que el de quienes apoyaron a los totalitarismos del último siglo. En esta ciudad, que tan poco sabe de sí misma, la Memoria interesada y mentirosa ha sepultado la Historia bajo la losa de la leyenda.
Lucía Prieto Borrego. Es doctora en Historia y Profesora Titular de la Universidad de Málaga adscrita al Departamento de Historia Moderna y Contemporánea
Artículo original publicado en el blog de la autora
https://luciaprieto.wordpress.com/blog/
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[1] Archivo Histórico Provincial de Málaga, Gobierno Civil de Málaga, Ministerio de Asuntos Exteriores (AHPMa-GC-MAE), Consulados de Málaga, Caja (C.) 12.498, 1939-19.
[2] Ibid.
[3] Ibid.
[4] Archivo Histórico de Marbella (AMMb), Padrón de Habitantes, C. 506-02, 1950.
[5] BOE, 198, 16 de junio de 1952, p. 3284.
[6] ABC, 21 de agosto de 1946.
[7] The National Archives (NA), Records of the Security Service, PF Serie, Prince Maximilian Egon Maria Erwin Paul HOHENLOHE-LANGENBURG, 18th August, 1953, KV 2/3289.
[8] AMMb, Expediente incoado a instancia de la Oficina Técnica para la Ordenación y Desarrollo de la Costa del Sol, solicitando información de diversos aspectos de este Municipio, C. 520-08, diciembre 1958.
[9] Agradezco a Antonio Luna el regalo de un ejemplar de Vivir en Marbella. También en el libro de Elisabeth Horcher (2018) se recoge ese periodo. Si bien esas supuestas memorias recogen una historia familiar, el contexto histórico en el que se enmarca esta, en algunos aspectos, distorsionado.
[10] Tanto él como el matrimonio Horcher fallecieron en Marbella.
[4] AHPMa-GC-MAE, Consulados de Málaga, C. 12.498, 1939-1960.
[11] Ibid.
[12] Geneanet, https://gw.geneanet.org/pierfit?lang=es&p=maximilian+egon&n=zu+furstenberg&oc=2 [Consultado el 11 de mayo de 2024].
[13] Esta obra contiene una colección de relatos de vida. Entre ellos se encuentra el de Ferenc Batthyany –abuelo del periodista Sacha Batthyany—, prisionero del Gulag quien en ese relato se declara totalmente contrario al nazismo.
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