Recomiendo un paseo por el casco histórico de nuestra ciudad. Por la mañana, a primera hora, en domingo o día de fiesta, en el filo del verano al otoño o del invierno a la primavera, cuando el sol tímido es cálido y las zonas soleadas son apetecibles. Las calles aún no están puestas y la marabunta de mesas y sillas aún duermen dentro de las cafeterías.
Propongo caminar sin prisa y, a ser posible, solo para descubrir los tesoros que se esconden en cada rincón. Pueden parecer muchos condicionantes; pero no tantos, pues normalmente las calles están vacías. A esas horas la ciudad parece un pueblo que dormita y que no quiere despertar. Manejable y encantadora, se hace querer.
Hay siempre algunos detalles que me llaman la atención y desentonan en la sencillez de los laberintos de calles estrechas que suben y bajan.
Siempre he dicho que el exceso deforma la realidad, es peligroso y nada apetecible. Ya sabemos todos que el exceso de células en el cuerpo provoca el cáncer que deteriora todo lo que toca y se extiende cual mancha de aceite. El exceso de luz deslumbra y no nos permite disfrutar de la belleza. Lo mismo sucede con esas fragancias atosigantes que se cruzan por las aceras envolviendo a cuerpos adolescentes o los sabores tan intensos que confunden y anulan las posibilidades de otros. A otros niveles, los excesos de una especie animal o vegetal acaban con la diversidad y la riqueza de la naturaleza. Podría seguir, pero la capacidad del ser humano es limitada.
Los excesos lo deforman y perjudican todo.Hoy quiero referirme a algo más sencillo, manejable y cambiable a menos que los responsables se convenzan. Últimamente se han multiplicado las maceras en las fachadas de negocios y de paredes por todos los lugares del casco antiguo.
No quiero entrar en el fondo de la política ya heredada de que las plantas de temporada en rotondas, jardineras de maderas en las aceras, en lugar de árboles, hacen la ciudad muy bonita. Por supuesto, pero carísima de mantener y, sobre todo, ocultan unos déficits más esenciales y olvidados.
Me encantan los geranios. Son plantas sencillas, con una fragancia íntima y familiar, pero su exceso no les favorece. Me encantan las macetas pero de su color, no de esos colores celestes que me recuerdan a unas corporaciones que quiero olvidar. Una maceta o unas pocas, pero no esa marabunta que plaga como una epidemia algunos muros, como la subida al centro del Castillo.
Sin embargo, colocar multitud de macetas en las fachadas de edificios históricos como es la del ayuntamiento, me parece un atentado artístico, un monumento al mal gusto que habría que eliminar. No es cuestión de gusto, es una agresión a una fachada que nos identifica y de la que nos sentimos orgullosos, aunque no así. Ni de maximalismos o minimalismos, como moda de adorno, ni tampoco lo salva las fotos de turistas que no saben que fotografiar.
La maceta es un detalle típico andaluz, pero su exceso no es más que un desmadre. Elimínese, cuesta poco y supondrá un ahorro económico y estético. Y, si sobra el dinero, podría aconsejar dedicarlo a eliminar los cables de electricidad y telefonía que cruzan nuestras calles o discurren como negras serpientes por las fachadas y, de paso, normalicen los letreros que sean adosados a fachadas en material noble y con letreros en castellano.
Lo dicho: los excesos deforman la realidad, la ensombrecen, la deterioran y son, sin más palabras, feos.
Rafael García Conde.
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