Escribo estas líneas en los últimos días de la Semana Santa. No quiero entrar en discusiones del valor económico, turístico, festivo que supone para esta ciudad, ni tan siquiera en el patrimonial o la antigüedad de las tradiciones que la sostienen sino en el sentimiento, el esfuerzo y las ilusiones que inunda a las personas que la viven. Tampoco quiero incidir en la explosión de color, olores y luces cuya estética es difícil imitar y que dibujan una ciudad distinta. Todo es un poliedro de múltiples caras. Veamos la más entrañable: de entrañas.
El incienso eleva sus nubes blancas hasta el cielo de la capilla incapaz de contenerlo. Los corazones ahogados miran el cielo negro amenazador de tantas ilusiones alimentadas a lo largo del año. La lluvia es una amante esquiva que viene cuando no se le espera y que, encima, solo se puede agradecer aunque podría haber venido antes o esperarse unos días. Los cuerpos, como la capilla, son incapaces de contener tantas emociones y estallan en lágrimas. Las blancas túnicas envuelven el rojo penitente mientras los cirios descansan en los rincones sin llorar.
Los turistas que se agolpan en la puerta no entienden nada. Ni falta que hace. Les conmueve la pasión que reflejan las caras y el escenario donde las túnicas que colean y están recogidas contrastan con las flores que lo invaden todo con su perfume y color. Preguntan y preguntan sin obtener respuestas. El tambor le repiquetea en su cuerpo, la fragancia del azahar de los naranjos le embarga y las luces amarillentas le dan un aire de escenario de teatro al aire libre. Hay un estremecimiento que conmueve a los penitentes que esperan iniciar el camino. Es una tormenta de emociones que unos viven por fuera y otros por dentro. El baile del trono contrasta con la cara de dolor del Cristo y las heridas y lágrimas de sus carnes. Las saetas ponen el contrapunto desgarrador a las bandas que pelean con el viento de poniente que nos invade. Nadie es inmune a la belleza y el dolor de la imagen de la Virgen. Ni tan siquiera los turistas llegados de tierras extrañas ni los no creyentes que creen que el lugar de las imágenes son las iglesias.
Dibujar el escenario es difícil, más aún el río subterráneo que corre por las venas de cofrades sinceros. Desentrañar los sentimientos, a veces imposible.
Quiero, sin embargo, aportar otra perspectiva y centrarme en un motivo de discusión que he tenido con los amigos. Hay un enfrentamiento incomprensible e inexplicable entre razón y emoción. Cuando intento entenderlo siempre me acuerdo de Juan, un penitente porteador del Jesús Nazareno de mi pueblo, cuyo trono siempre llevó su familia. Comunista ateo que nunca pisó la Iglesia ni acepto ningún sacramento (bautizo, boda…). Cuando intenté, en una charca ante un café, que me explicase la contradicción de llevar “a su Jesús” a cuestas cada Semana Santa con el ateísmo practicante, me miraba con una cara enorme de extrañeza y me decía: “Qué tiene que ver una cosa con la otra”. También me acuerdo de aquel cura párroco del mismo pueblo, militante de un partido de izquierda hace ya muchas décadas que decía que el lugar de las imágenes era la Iglesia y no sacarlos a pasear ni a bailarlos y que el pueblo entero pidió al Obispo que lo dimitiera. Un pueblo especial, tengo que reconocerlo, de apenas tres mil quinientos habitantes y casi tres mil cofrades. Todo el pueblo.
Vivimos en la contradicción. Eso nos hace más humanos. Asumirla, más verdaderos. Los sentimientos se producen cuando las emociones llegan a nuestro intelecto y las reflexionamos. En ese camino, a veces, nos perdemos porque no logramos entender qué se produce ni cómo ni dónde. La Semana Santa que vive el pueblo andaluz es un buen reflejo de ello.
Quizás todo es más sencillo. Un pueblo que siente intensamente el dolor y la alegría y lo expresa de forma excesiva.
Rafael García Conde.
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