Felipe Cambón nació en Irún (Guipúzcoa) en 1980 y reside en Mijas desde 2016. Es profesor de Bachillerato y escritor. Aprendió a amar la literatura subido a un tren, a lo largo de siete años de viajes hacia y desde la universidad. Estudió Ingeniería porque era lo que había que estudiar y no por otra cosa. Los números, a día de hoy, le siguen gustando. Vasco hijo de inmigrantes castellanos. Vecino de ningún sitio. Amante de la impureza y de la naturaleza. Músico aficionado, fotógrafo ocasional, cinéfilo… sus inquietudes no dejan de ser distintas patas de un mismo banco, el banco de las historias. En 2017 publicó con la editorial Leibros su primera novela: “Viento Norte”.
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APNEA
Llevo 47 días haciendo apnea. Tengo el dato exacto porque cada mediodía, apenas entro en casa, camino hasta esta libreta y anoto. Escribo fecha, minutos e impresiones. Después tomo una foto de la página y la subo a la nube. Lo hago porque llevo algunas noches pensando que quizá alguien pueda entrar en la casa y robar la libreta. Por nada del mundo quiero que se la lleven. Sería como terminar de perderte.
He ganado en duración. Cada día soy capaz de contener durante más tiempo la respiración. Tengo un entrenador personal al que visito una vez por semana. Lo conocí en esas jornadas de deportes náuticos a las que solíamos acudir todos los veranos. Es de Ferrol y habla con ese acento oceánico que tienen los gallegos de la costa, como si cubriese de salitre cada palabra. Juntos hacemos yoga y relajación mental. Me cae bien pero he preferido no contarle cuál es, en el fondo, mi propósito. Sabes cómo soy, lo mucho que me cuesta hablar de mis cosas.
Los amigos no paran de llamarme pero no tengo ganas. Les digo que no se preocupen y no vuelven a insistir hasta pasados tres o cuatro días. Rafa es quien más me escribe. Ha abierto una pequeña taberna en San Lázaro y parece que el negocio funciona. Eso dice al menos en los mensajes de Whatsapp. Me invita a que me pase por allí: un café, una cerveza, lo que sea. Sé que Rafa no te caía bien. Decías que era un chulito, un machista. Un espabilado. Quizá llevabas razón. Lo cierto es que todavía no he pisado el bar. Creo que no me apetece o tal vez es que he empezado a pensar en esas cosas. No sé.
Desde que dejé la clínica no me falta tiempo. Eso, ya ves, tampoco es como antes. Llegué a un acuerdo con Susana para cobrar el desempleo. Me costó pero al final ella accedió. Firmamos un falso despido y le devolví la indemnización en un sobre de papel reciclado. No estoy seguro de por qué lo hizo, no tenía obligación. Creo que le di pena.
Odio dar pena. Lo odio tanto que muchas tardes, en lugar de caminar por el centro, acabo quedándome en casa. Sigo sentándome en el suelo, a pesar de hallarse ahora la butaca vacía. Leo revistas y miro la televisión. Pronto cambiarán la hora y anochecerá antes. Quizás entonces todo sea más fácil.
He alquilado el piso de Ojén que dejaste a mi nombre. Lo he vaciado y lo he limpiado. He cambiado nuestras fotos de la entrada por acuarelas de barcos y las azaleas de la terraza por cactus en flor. Pensé que nadie podría cuidar como tú de las plantas. La ropa que quedaba se la ha llevado tu hermana. Dice que gasta tu misma talla, aunque yo siempre la encontré un poco más gorda. No me importa que mienta. Ha llenado el maletero y yo me he quedado sentado en la cama, con las puertas del ropero todavía sin cerrar. Un armario vacío es una vida que empieza.
La nueva inquilina es una mujer holandesa. Le calculo cerca de ochenta. Tiene una melena corta y plateada, esos cabellos sin teñir que tú siempre asociaste a un ideal de jubilación. Cuando me ha contado que vivió aquí en los sesenta, le he preguntado enseguida por La Fonda. Ella ha levantado las cejas y me ha agarrado por la muñeca. Ha mirado al suelo y ha dicho, como regresando al pasado: La Fonda, calle Ancha. Yo le he contado lo de tu madre, los años que estuvo allí de camarera. He tratado de describirla y ella de buscarla en su memoria. Creo que, en algún punto, nos hemos encontrado.
Algunas tardes, antes de que ella llegara, me he quedado en el banco de la pequeña terraza hasta que ha anochecido. El suelo de piedra sigue cubriéndose con las flores de la buganvilla del vecino. Me gusta dejar que se sequen antes de barrerlas, notar su crujido bajo mis pisadas. Las vistas desde allí son estupendas: el Mediterráneo inmóvil y los pinares de Sierra Blanca. Sopla, casi a diario, la brisa de poniente. Creo que ahora siento envidia por la holandesa, por su forma de mirar y por esas maletas tan usadas. Si la hubiera conocido antes quizá no hubiera retirado las azaleas.
Esta mañana he alcanzado mi apnea más larga. Un minuto y cincuenta y cuatro segundos. Parece mucho pero es solo el principio. No pienso parar. Pienso en llegar, al menos, hasta los tres. Acompaso primero la respiración en superficie, dejo que la temperatura del agua se abra paso en mi piel. Después salto. He aprendido a descender en estado de relajación. A sentir como desciende, también, mi ritmo cardíaco. A dejar que el mar se lleve la gravedad y los ruidos. Mi mente deja de abastecerse de pensamientos y comienza a vaciarse. Encuentro un punto de equilibrio y poco después, a partir de los diez metros de profundidad, me hundo como una moneda. Veo crecer la oscuridad y el silencio. Percibo cómo se apaga esa luz azul, la luz que me conecta con la vida. Me dejo llevar. Busco la tranquilidad absoluta, la desconexión total. Te busco.
He registrado con orgullo el tiempo en la libreta. Estoy trazando una especie de tabla, con sus filas y sus columnas. Escribo con letra pequeña para que quepa todo lo que tengo que contarte. Ya casi he completado la primera hoja. Ahora me da miedo volver la página y encontrar de nuevo el folio en blanco. Por eso me quedo unos minutos mirando el papel, me pongo de pie frente al escritorio para tomar perspectiva. Siento que estás ahí más que en ningún otro sitio.
Las manos me tiemblan cuando busco la calculadora para sumar. Es la de siempre, la de la universidad, ya sabes, la única que teníamos en casa. Tiene una mancha en el lado izquierdo de la pantalla y la cubierta decorada con dibujos hechos a punta de compás. Una luna con sombrero de copa, dos peces haciendo esgrima, un caracol subiendo una escalera. Tus cosas.
Pulso con nervios la tecla de igual. 56 minutos y 12 segundos. Casi una hora. Casi una hora contigo.
No tengo por qué explicárselo a nadie. No siento ese apremio ni creo tampoco que me vaya a hacer más libre. Para qué. Cuando me preguntan, miento. Cuento que la apnea me ayuda a liberar presiones, a olvidar. No doy detalles, no trato de justificarme. No describo sensaciones, no hablo del poder del agua. De ese poder de magnificar el presente, de hacer desaparecer pasado y futuro, de aislarme del mundo, de arrinconar mi confusión y mis temores. No les digo que es allí debajo, en aquella profundidad, donde me reúno contigo. No lo necesito.
Celebraré cada hora cumplida como un aniversario. Lo anotaré todo en un calendario que esconderé entre los libros de medicina, allí donde a nadie se le ocurriría buscar. Pensaré en cada regalo que te hice, buscaré en mis recuerdos aquella manera tuya de abrir los paquetes, de abrazarme los once de noviembre. Encontraré tu sonrisa en mis ojos cerrados y la copiaré, la haré mía. Será como volver a brindar.
En la pizarra que hay detrás del ordenador sigue escrita la misma frase. He tenido cuidado de no borrarla aunque me resigno a pensar que el tiempo lo acabará haciendo. Es tu letra. Son tus eses de primaria y tus tildes invasoras. Hay más de uno mismo en los silencios que en los diálogos, más verdad en lo callado que en lo dicho. Bajo el agua nunca nos hicieron falta las palabras. Ahora escribo, lleno las hojas de ideas y percepciones. Borro y vuelvo a redactar. Pero tengo la seguridad de que, igual que entonces, sigue siendo el silencio quien de verdad nos mantiene unidos.
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