Tú solo has creado un bosque, con su cadena de montañas, que son como olas verdes. Has trazado unos silencios amarillos; los antiguos están difuminados por un lápiz de cera y los nuevos lanzados al futuro como rayos que se clavan en el cielo nuevo…. El río, que no existe, te lo acabas de inventar de un simple trazo azul, con una corriente apenas audible que corre entre puntos verdes. Tiene la orilla donde te gusta sentarte. Y tú te has pintado de rojo vivo, muy vivo. Entre los amarillos viejos eres una pelota apretada y quieta, y pasadas las olas verdes estás de pie y con los brazos abiertos. Uno eras el de ayer mismo, que ya has olvidado, el otro eres el que despertó esta mañana…
Anoche se vieron las estrellas, tan altas flotaban entre las azoteas del patio. Parecían moverse lentas, brillando por momentos como joyas lanzadas sobre un mantel negro. Paredes, azoteas, estrellas, silencio y mantel. Todo es tuyo y nada te pertenece, todo está a tu disposición y en su sitio: el paseo al amanecer, el olor a bosque, el movimiento de los árboles, el sonido de los pájaros, el silencio de la noche, el viento húmedo que sube desde el mar, pasos de gente que no quiere pasar, miradas de gente que no mira, la sombra de plata de los álamos, los mismos que beben de ese río que no se deja ver.
Se acabaron las preguntas la misma tarde que llegaste. Ni hay explicación, ni la buscas ya. Ni siquiera se ve el mar porque, igual que las dudas, queda más allá. Hay una calima de la que apenas se escapan pensamientos, y aún así se agitan blancas las hojas de los mismos álamos, apretados junto a ese río terco e invisible.
Mudos. Tan callados que después de una tarde, un día y una mañana no quedan sino dos silencios; el de las montañas con sus bosques y el que ya te imaginas. Los demás los dejaste atrás: los que chirrían ahí dentro, los que te dejaste en casa en el último instante, los que se quedaron atrapados entre la mochila y el asiento. Y luego descubres que hay otro silencio más, el que se aferra al barranco, escondido detrás del aire sin movimiento, el que flota sobre el no río.
Sólo se escucha el silencio de los lápices rasgando el blanco, no se oye nada más, a no ser el ruido del mundo entero. Todo se ha detenido y nada está quieto, tan quieto, tan callado, en su propio y absoluto silencio. Sombra fría, patio de sol al otro lado, miradas que no miran, bocas que no hablan, cuerpos en ropas extrañas, sonidos cada vez más lejanos. Las cortinas locas filtran la luz de ahí afuera, como novias que vuelan al aire del mediodía.
Tienes veinte minutos para crear tu mundo, quince para contárselo a otros, diez para imaginar el silencio, siete y medio para olvidarlo, cinco para dejar de pensar en la comida, dos y medio para decidir qué quieres hacer de tu vida, y nada de tiempo para inventarte un pensamiento. El río que no existe, por ejemplo.
En el patio de arriba hablo con un olivo viejo, que me dice que está loco, loco por contar tanto, a tanta gente solitaria que viene a este hotel en mitad de la nada. Loco de atar, encadenado de por vida a un trozo de tierra tan seca, dentro de un patio de silencio, silencio que atraviesa a la gente que lo cruza y que rebota como gritos callados, gritos de muros blancos.
Es la tarde y estoy sentado en el patio negro, aquí ya no entra el cielo, las mesas son negras, las sillas de madera oscura. Esta tarde del segundo día el silencio es un estruendo y la luz del patio oscura, negra, desespero. Huyendo de esa tormenta de luz y silencio nos hemos refugiado, sin abrir la boca, bajo los álamos de plata fría y los enormes pinos de frío intenso.
Un día sin hablar es como un viaje en solitario por el océano, en un velero sin motor, con la vela a estrenar, navegando con el empuje de leves ideas, y atravesando corrientes profundas de deseos y sensaciones. Tienes que superar olas de una fuerza que desconoces. Un día de silencio es un viaje de trayectoria incierta, de no divisar tierra, siendo el rumbo lo que en ese mismo instante surcamos, pensamos y tememos.
BAILAR EN SILENCIO.
¿Quién quiere bailar un tango cuando toca dormir la siesta?, Martin gira y gira como un condenado a muerte si le dijeran que se salva dando vueltas. Cuanto más gira más calor hace y cuanto más calor más vueltas da, y mi mano está atada a la de este condenado por una cuerda invisible. Danzamos todos, danzan las sombras, danzan las cortinas, danza el silencio, el absurdo está que arde, el sudor engrasando el calor de las cinco de la tarde. Y este hombre feliz sigue bailando.
SENSACIONES.
Avanzo sobre un hilo de coser entre la liberación de mí mismo y el hueco que voy creando con mi silencio, y con el ajeno. El tiempo que se hacía eterno ya se ha detenido, las horas antes interminables ahora están llenas de momentos de vacío, tan dulce… El hueco que se agranda, el vacío de vértigo, la corriente que no cesa de un río que no y que no, que no existe porque hace meses que no llueve ni gota, y de repente el 22 de junio de retiro cae una tromba de silencio que anega todos los campos, hoteles escondidos y caminos, creando lagunas de soledad, charcos de confusión donde se bañarían de gozo los niños, y donde no se arriman los mayores de puro miedo.
Después de día y medio la tromba deja espanto, seres perplejos que en su vida dejaron de hablar, queda la cháchara ahogada en agua de silencio.
Un día de silencio puede ser una tortura, una cárcel, un infierno permanente… o puede ser un día de sol, con mar plano y velas de estreno, a la deriva y con la felicidad, la certeza, de haber perdido de vista el continente.
OCHO DE LA MAÑANA.
Salgo a la terraza después de amanecer, hace frío, solo hay unos pájaros que han madrugado y se dicen cosas desde sus escondites en las copas de los árboles cercanos. Hay una quietud total aquí fuera y estoy solo, en silencio y completamente solo. Después de un día callado no me surgen apenas pensamientos, mi mente parece serena, y siento lo que pienso, lo que dicen y yo imagino que es la Paz. El sol solo alcanza las cumbres de las montañas cercanas, mis emociones quedan ya en la sombra más profunda de la vegetación. Imagino que dentro de unas horas el sol entrará aquí abajo, llenando todo de vida y ajetreo. Ya ha vuelto el grupo del retiro, que subieron al amanecer a la cumbre desde donde se divisa el mundo, y el mar de bruma, de la que vienen envueltos.
Resulta que en el silencio absoluto se oye todo, se escuchan todos los ruidos del mundo, los que ya conoces y los que no: tu boca al masticar, el entrar y salir de pensamientos, el choque sutil de los cubiertos, los saludos que no se dicen, el suspiro de tus compañeros, el movimiento de los árboles quietos. Las emociones silenciadas ya no manchan las telas blancas, el frío que rasga el amanecer del barranco lo hace en completo silencio.
Parece que cuando todo es silencio se ensancha el mundo. Y no, no hay río entre estas montañas, pero su corriente se sigue oyendo.
José María Sánchez Alfonso. Junio de 2019.
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