Conversaciones de verano
Y de pronto el día penetra en la oscuridad sin avisar, hasta hacerla su amante. La luz erotiza los rincones dormidos, y las noches se convierten en cálidas conversaciones de verano. No hay atajos para llegar a las palabras que ya no recordamos, que pronunciamos tan solo el otoño pasado. El tiempo sobrevuela el invierno sin dejar apenas estela, con la cadencia de alas de agua, y se lleva todo lo dicho, todo lo manifestado, con la rotundidad de los días ateridos. El año es una frase a medias y sin sentido, los meses son párrafos encallados en el fondo del turbio pasado.
Dos amigos que no se veían hace años charlan distendidos, dueños de todo el tiempo que se acumula en el horizonte. Recostados sobre sus sillas, en la terraza de un café frente al mar, les da el sol de lleno y parecen desearlo. El levante acaricia una mañana plácida y fresca de principios de verano. Varias mesas mas allá intento concentrarme en mis notas, y el mismo viento del mar me trae esa conversación ya humedecida. No hay altibajos, es un murmullo de frases sosegadas, intercambiadas con el ímpetu sereno de dos amigos con ganas de rescatar un tiempo antiguo, pero sin prisas. La terraza está medio vacía, sin apenas movimientos ni ruidos salvo los pasos del camarero que va de aquí para allá atravesando conversaciones aisladas, marcadas con el ritmo callado de una mañana de 24 grados, y de fondo el oleaje cercano. Le pido un café grande, ya me conoce y no le tengo que dar detalles obvios: el color avellanado de los cafés de Cádiz, ni sombra ni mitad, el vaso ancho de cristal, ya lo sabe, charlamos más que otros días, no hay carreras hoy, ni el calor empuja a pesar de estar a finales de junio.
Al día siguiente comparto ruta en bici con Javi, un desconocido para mi hasta hace cinco minutos. Las bicicletas tienen la magia de crear cercanía, cierta intimidad entre las personas; desde el principio somos capaces de entablar una conversación de frases honestas y cercanas, directas y transparentes como un amanecer sin calima. Aunque el progreso del camino disuelve esas frases al momento, la brisa propia que crean las bicicletas evapora lo recién pronunciado, y lo convierte en inútiles palabras de cuneta. El pedaleo se hace liviano a primera hora de la mañana, recién salido el sol blanco del verano se respira el frescor de la noche. Las aves que dormían en los humedales del río todavía no han levantado el vuelo, las imagino escondidas escuchando nuestro paso silbante, enfrascadas en su charla del amanecer. Me pregunto de qué hablarán las aves de ribera a esas horas, cuando todo es aun intrascendente y ruedan cercanos los primeros hombres del día.
En su desembocadura el río se multiplica en brazos, pequeñas lagunas donde nadan las malvasías cabeciblancas, y multitud de arroyos secundarios bordeados de juncos. La brisa que entra desde el mar agita las hojas bicolores de los álamos blancos. Más adelante cruzamos el cauce, se mojan las ruedas y los pedales, noto el agua fresca en los pies. Aquí el Guadalhorce es ancho y tranquilo, el fondo de un verdín claro que refleja las cañas de la orilla. Al otro lado ya es vega y huertas, casitas de campo y caminos vacíos, silenciosos. A partir de ahí comienzan las cuestas, la conversación ya es calculada para que le llegue el aire justo, nos decimos lo preciso, no sobran palabras y las pocas que surgen fluyen como nuestras bicicletas: en paralelo. Todavía nos cubren algunas sombras de árboles que se alinean callados a lo largo de la pista, pero ahora se suma el calor, y la charla se va reduciendo a verdades escuetas que hacen de inhalación, y breves exhalaciones de confirmación. Al alcanzar la parte más alta de la ruta el giro de pedales y de la respiración es tan vertiginoso que no hay posibilidad alguna de conversación. La supervivencia es muda.
Acabamos en la penumbra de un callejón donde no creo que pueda entrar el sol en todo el día. Este es el mundo de Javi, su barrio, donde la gente se conoce y se saluda. Con una radler fría y las bicicletas apoyadas en un murete cercano, la conversación se relaja y se asienta. No hay nada trascendental, nuestros pensamientos huyen del calor de principios de julio, pero hay algo de placentero en esta manera de hablar: las ideas volátiles ahora se convierten en palabras que se dicen por puro gusto, que cogen aire con tiempo de sobra, pero sin intención alguna de opinar o marcar territorios. Hay miradas francas, dos ciclistas que han cumplido su objetivo, que se conocieron al pie del mar hace apenas dos horas y que celebran haber llegado hasta aquí, nada más. La oscuridad de los callejones es propicia para hablar de recorrer el mundo en bicicleta: todo el mundo, país por país, atravesando ríos y ensenadas, subiendo y bajando sierras, rodeando lagos y ensenadas, cruzando puentes e idiomas, caras y gentes, pueblos y ciudades extrañas llenas de más bicicletas. En las penumbras del verano se puede hablar de todo, se abre uno al mundo, de repente se ensancha el estrecho río del invierno.
Las largas horas de día y de sol otorgan a las conversaciones de verano una falsa sensación de banalidad, pero las llena de vacíos, de huecos por los que escapa lo esencial, palabras que nos delatan y que no se pueden desdecir. Todas las ciudades tienen sus fronteras con lo de fuera, con lo extraño, con sus arrabales. Ahí parecen morir las ciudades. Málaga, sin embargo, renace en sus bordes, en estos callejones de sombra junto al campo. Este callejón es el corazón de un laberinto oscuro lleno de vida, de un caos de calles y plazas, bares, motos, tiendas y chavales en bicicleta. Ahí fuera están los balates con sus chumberas, las casas blancas, las higueras, el perfume que trepa por los barrancos: es el barullo, la conversación del otro lado.
No hay gritos ni subidas de tono en las charlas de verano, esta laberíntica estación del año crea ecos en las pocas palabras que se dejan pronunciar. Todos, en el fondo, andamos buscando, esperando, estos meses. Porque todos somos en esencia complejos, un caos de emociones, gestos, frases a medio decir… y en eso quizá consiste vivir: en intentar recorrer la maraña de pasadizos de los demás hasta llegar al corazón, ese centro tan extraño, y tan atrayente, del otro. Pero al extraño que entra en nuestra fortaleza se lo ponemos complicado: añadimos vueltas, recovecos y callejones sin salida. Permitir que el otro entre en nuestro barrio, donde nace y muere todo lo que nos es propio, y que quede atrapado en nuestro embrollo personal.
Pasan los días y aprieta el calor, el sol parece querer ocuparlo todo, aplana las sombras de los edificios y difumina el contorno de coches y árboles, hace vibrar las mesas metálicas de las terrazas. Esta mañana sopla un terral sin concesiones, con toda su crueldad. La ciudad amanece en completo silencio, todo lo que respira se esconde de este maldito viento. La cafetería está inusualmente vacía, los únicos ruidos son el rumor del aire acondicionado y el resoplido furioso y solitario de la máquina de café. Los pocos clientes estamos absortos en nuestros pensamientos de calor, viento y mar cercano. Estoy terminando mi café avellanado y se me acerca una mujer en sus cuarenta, gafas de sol de celebrity venida a menos, camiseta blanca y chanclas, pelo recogido en un moño rubio, andar insolente. Sin dirigirme una palabra me muestra una hoja con listas de personas y sellos oficiales de una supuesta autoridad. Con expresión seria, y de urgencia, me ofrece un lápiz mientras señala su preciada hoja con listas de nombres y firmas. Mi mirada es una interrogación molesta, su gesto entonces se endurece, cruzo las piernas para el otro lado para afianzar mi postura, es una pugna sorda y ridícula y en la penumbra del café nadie podrá ver quien se impone. Sin mediar palabra, con una ágil media vuelta y cara de desprecio, sacude su manoseada hoja de listas delante de mis narices y sale del café a toda prisa, dándome la espalda. Apuro en silencio, sin inmutarme, el último sorbo. Un suspiro, otra conversación de verano.
© José María Sánchez Alfonso. Julio de 2018.
Muchas gracias Antonio por tu fiel lectura y tus comentarios. Solo intento reflejar todo lo maravilloso que nos rodea, y profundizar algo en lo humano, el cómo y por qué somos... Un abrazo!
By: José MariaGracias por tus comentarios Antonio, y por tu lealtad como lector. En estos relatos intento ser fiel a lo que vivo y observo, a lo que me rodea a diario. Intento no forzar, y contar con naturalidad lo que siento. Creo de verdad que el mundo que nos rodea es de por sí maravilloso y no hace falta adornarlo ni complicarlo, se trata de contarlo tal y como es: poético. Un abrazo
By: José María SánchezCreo que muy pocas veces se han escrito frases tan poéticas y reflexiones tan lúcidas. Enhorabuena José María por saber sacar todo el jugo de la vida en un paseo en bicicleta y mostrarlo a los demás. Un abrazo
By: Antonio Figueredo Navarrete